Las guerras de nuestros bisabuelos
La editorial Athenaica recupera en dos volúmenes, editados por el politólogo Daniel Guerra Sesma, textos claves de pensamiento sobre la cuestión territorial en las Españas
19 junio, 2018 00:00El eterno conflicto territorial que condiciona la política española desde hace dos siglos largos es una extraña forma de inversión del tiempo. El Antiguo Régimen intenta resucitar de nuevo, camuflado bajo las aspiraciones de los nacionalismos. La Ilustración, en cambio, trata de mantenerse a flote reivindicando la legitimidad de los viejos principios liberales, que dicen que lo trascendente --en la política y en la vida-- es el hombre, no la tribu. España tiene una anomalía: no parece capaz de escapar del marco mental del siglo XIX. Seguimos atrapados en el tiempo lejano de nuestros bisabuelos. La Santa Transición es una variante tardía de la Restauración; y la discusión que contrapone la unidad con la demagogia de los secesionistas parece la réplica de las guerras ideológicas --e interesadas, pues cualquier ideología reclama su propio interés-- entre liberales, absolutistas y federalistas republicanos. Los actores han cambiado, por supuesto, pero la combinatoria es básicamente la misma.
De estos precedentes tratan los dos volúmenes que la editorial Athenaica ha publicado sobre el pensamiento territorial en España, editados por el politólogo barcelonés Daniel Guerra Sesma, que reúne en ellos una antología de textos cuyas ideas permiten entender el presente desde ese pasado difuso en el que cohabitan --bajo la forma de textos constitucionales y principios jurídicos-- las cicatrices de un pretérito que todavía perturba nuestros días y nuestras noches. Hace dos años leímos el primer tomo, dedicado al pensamiento territorial durante la Segunda República, incluido el excepcional prólogo de Francisco Caamaño, ilustre catedrático de Derecho Constitucional antes que exministro de Zapatero.
Mostraba un diálogo coral con las voces de Adolfo G. Posada, Luis Araquistáin, Fransec Macià, Jiménez de Asúa, Franchy Roca, Royo Villanova, Alcalá Zamora, Ortega y Gasset, Lerroux, Primo de Rivera, Indalecio Prieto, Blas Infante o Andreu Nin. De aquella España, frustrada por la Guerra Civil, surgieron los pilares de la Constitución del 78, que se inventó las autonomías para ensayar un modelo Estado descentralizado que no incurriera en un federalismo imposible, porque España (sin adjetivos) ya existía. Nuestra élite política ha pervertido por completo ese modelo.
Constitución de Cádiz (1812)
Ahora acaba de salir de la imprenta el segundo volumen, que expone --también a partir de textos originales de Antonio de Capmany, Flórez Estrada, Víctor Balaguer, Pi y Margall, Juan Valera, Emilio Castelar, Nicolás Salmerón, Francisco Giner de los Ríos y Galdós-- los planteamientos territoriales básicos de la España decimonónica, anteriores por tanto al gobierno sistemático de las mayorías. Ambos libros aportan todo el contexto necesario para entender el tiempo actual. Obviamente, tienen anclajes muy distintos, pero comparten una conclusión: ninguna de las dos grandes teorías --la liberal y la federal-- sobre cómo debe organizarse España ha conseguido dar con una solución que evite el enfrentamiento entre la nación y sus nacionalismos.
Aunque no lo parezca, son cosas distintas. Los nacionalistas afirman ser quienes crean las naciones, convenciones culturales si no disponen de un Estado propio. Según su posición, el método más eficaz para hacerlo es el determinismo político. Véase el caso del soberanismo catalán, que fabrica su legitimidad histórica --en buena parte ficcionalizada-- mezclando invocaciones telúricas, oscuros privilegios estamentales, fueros y hasta las inquietantes operaciones de ingeniería social propias de los totalitarismos, que pretenden encarnar sus símbolos patrióticos sobre la piel y el cerebro de las personas. Uno, por el contrario, tiende a pensar que la explicación de las naciones no son los nacionalistas, sino la historia: esa sucesión de sucesos, ideas y hombres donde el azar también cuenta.
Una inmersión en los textos editados por Guerra Sesma confirma que la configuración de España como nación no ha sido ni completa ni fácil, al estar cercada por un lado por el tradicionalismo cerril de la tierra y una monarquía de corte patrimonial; y, por otro, por los insolidarios nacionalismos periféricos que no admiten ningún modelo de convivencia que clausure el bucle de sus agravios. Los liberales de Cádiz, padres del primer modelo de Estado, sustentado en la monarquía, la provincia y el municipio, tuvieron la virtud de sacar adelante, en este contexto y pese a lo efímera que fue su obra, el principio de soberanía popular frente a las resistencias del absolutismo. No es poca cosa.
En realidad, no crearon de la nada porque, como dice Guerra Sesma, desde 1808 ya existía una conciencia nacional en la España invadida por los franceses cuyas raíces proceden del centralismo borbónico del siglo XVIII. Usando los referentes de su tiempo --la Corona, la religión-- los hombres de Cádiz crearon un modelo constitucional fecundo, aunque no haya dejado de ser discutido desde 1869, cuando el federalismo republicano, que no es uno sino varios, introduce la idea de la regionalización, origen de las autonomías y espacio político desde el cual los nacionalismos plantean su histórica estrategia de tensión con el Estado. Que aún estemos hablando de nuestro modelo territorial es un síntoma de que hay españoles --que no se tienen por tales-- a los que les cuesta la vida asumir la realidad. España ni es un Estado liberal ni federal. Es una superposición imperfecta de ambos modelos. Parece una fórmula infalible para que jamás seamos un país normal. En algún momento tendremos que arreglarlo.