'Bowie is' una vieja

'Bowie is' una vieja

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'Bowie is' una vieja

Carlos Robles relata la experiencia que supone visitar la 'expo' del mítico artista que acoge el Museu del Disseny de Barcelona

16 agosto, 2017 00:00

En Sri Lanka hay un santuario construido sobre el carisma de un diente de Buda. Cuentan que el incisivo resistió a la incineración de su ilustre dueño y, escondido entre el pelo --frondosísimo, imagino-- de Hemamala, consiguió escapar hasta su paradero definitivo. En el Palacio de Topkapi en Estambul, los fieles guardan a buen recaudo la barba de Mahoma en su Cámara de las Reliquias Sagradas. Y en Santiago de Compostela qué os voy a contar, han montado su fabuloso chiringuito catedralicio-deportivo sobre los fémures y tibias de un apóstol.

¿Que qué tenemos en Barcelona? Pues la verdad es que se nos acumulan los lugares de peregrinación. Nada menos que tres exposiciones sobre músicos contemporáneos, santos pop, se nos solapan. A saber: En el CCCB la artista islandesa Björk promete una experiencia inmersiva en realidad virtual de la mano de los mejores artistas visuales; en el Arts de Santa Mònica replican con Brian Eno Lightforms/Soundforms (dedicada al productor estrella de U2 y Johnny Cash y Bowie, entre otros); y en el Museu del Disseny. “la grapadora” para los amigos, lleva meses triunfando una antológica dedicada a la mayor gloria de David Bowie. Para que luego se quejen de las cadenas generalistas. Esto sí que es contraprogramación salvaje.

Visto el precio de las expos, decido visitar solo una. Así, descarto la de Björk porque advierten en la web que, si llevas gafas demasiado grandes, tal vez no te entren las que ellos te dan para sumergirte en la realidad virtual. True story. ¿Pero qué será “demasiado grandes”? No se me ocurre un dilema más gafapastil. Me quito de encima la de Eno cuando leo que se completa con una experiencia sonora en la Terminal 1 del Aeropuerto de El Prat. Y como dentro de unos días fatigaré sus pasillos, me digo que ya me pasearé por ahí entre hora y hora de espera, reflexionando sobre el derecho a huelga, sobre si Eulen o Aena.

Así que engaño a mi amigo A. para que me lleve para el barrio. “Esta zona del Poblenou parece haber contraído cierta valenciación”, me dice circunspecto. “Si en la capital del Turia ya casi no caben de tantos Calatravas apretujados, aquí se nos está yendo la mano acumulando cachivaches: el TNC, la Torre Agbar, el Museu del Disseny y el tejado de Els Encants. Para la próxima legislatura debemos exigir un urbanista que no padezca el síndrome de Diógenes”. Yo no le atiendo porque ya estamos en la entrada: un hangar enorme y despoblado que ya lo querrían para ellos los millones de viajeros varados del mundo. Al inicio nos reparten unos cascos que debemos utilizar durante todo el recorrido. Los auriculares se conectan a las piezas mediante wifi --esa palabra mágica-- a la que te acercas a ellos. Y te revelan sus secretos.

Una 'expo' llena de atractivos

La exposición sobre la pupila dilatada más famosa del mundo también entra por los ojos. Ejem. Y así, en el hiperestímulo constante, en el abigarramiento sensorial, construye un discurso muy acorde con la personalidad del músico marciano al que pretende glosar. Al espíritu, esto parece innegable, que se origina en Bowie y parece prefigurar nuestro tiempo: el plagio como una de las bellas artes (Tarantino), la apropiación del discurso político para reforzar el show (U2) o la mutación perpetua como única identidad posible (Lady Gaga).

Si logras sobreponerte sin marearte ante tal maremágnum cognitivo, la visita está llena de atractivos. Entre los más de trescientos objetos antologados, yo me llevo en la memoria la foto de Little Richard que el niño Bowie --entonces Jones-- atesoraba en la mesilla, nos lo imaginamos encomendándose a él cada noche, como a una figurilla de la virgen de Montserrat fluorescente; o el maravilloso artefacto llamado Verbalizer, capaz de mezclar frases para ofrecer centenares de combinaciones; o esa libretilla donde te puedes dejar llevar por el placer de leer de su puño y letra la canción Space Oddity mientras el propio Major Tom te la susurra al oído.

En la última de las oquedades del dédalo --ojo, spolier-- te rodean cuatro enormes paredes convertidas en pantallas infinitas que no paran de emitir conciertos. Para rizar el rizo, las pantallas ofrecen la misma canción simultáneamente, pero en diferentes versiones, tiempos y lugares. Así, al moverte por la sala, depende dónde te sitúes, puedes oír la versión de Life on Mars o de Changes o de Rebel del 85 o del 77. Y ya todos fascinados. Ya todos atados a nuestros casquitos intrauditivos y a nuestros muros parlantes como en un Fahrenheit 451 cualquiera. Sin hablar más que subrepticiamente, mediante chasqueo de dedos, o moviendo nuestras cabezas al ritmo que nos dictan los temazos, en una coreografía callada y feliz. Como si el Aleph, ese lugar secreto donde se concentra el universo en un mismo punto, no estuviera bajo una escalera de un suburbio de Buenos Aires, sino delante de nuestros ojos. Tal vez esté de más decir que de esta exposición también se sale por la tienda de recuerdos.

“¿Mamá, quién es esta señora vieja?”, suelta un niño delante de los gigantescos carteles de la exposición, cuando estamos ya en la calle. “Oye, pues es verdad, qué bien visto”, me dice A. Yo sigo pensando en la caligrafía que Bowie conservó toda su vida. Una letra extremadamente escolar, como si no fuera más --ni menos-- que aquel niño empollón y brillante de quinto de primaria que aprovechaba todos los carnavales para disfrazarse de fulana.