¿Por qué miramos de nuevo a Hobbes? El miedo y la escasez
- La conveniencia de superar el miedo, de obtener seguridad, fue la polar de la concepción política de Hobbes y ese miedo es el que vuelve a ser utilizado por diversos gobiernos
- Bertrand Russell: el escéptico optimista en tiempos de zozobra
El 21 de julio de 1683, cuando Thomas Hobbes llevaba ya más de tres años enterrado, la Universidad de Oxford emitió un decreto “contra ciertos libros perniciosos y ciertas doctrinas condenables”. La primera doctrina sostenía que la soberanía radica en el pueblo. Se condenó también una tesis hobbesiana: que el instinto de conservación es la primera ley de la naturaleza y lleva a los hombres a actuar en defensa de su vida y de sus bienes. Días después, los estudiantes quemaron los libros del “ateo” Thomas Hobbes, aún hoy conocido en algunos círculos británicos como el “padre de la incredulidad de nuestra tierra”.
Hobbes (1588-1679) estudió en el Magdalen Hall de Oxford pese a proceder de una familia humilde. Su padre, vicario en la localidad de Malmesbury y hombre de genio vivo, desapareció pronto de su vida para evitar dar cuentas de la agresión a otro religioso, perpetrada a las puertas de la iglesia. Debería haber sido un inconveniente, porque dejó a la familia sin medios de subsistencia, pero acabó resultando una ventaja. Su tío, relativamente acomodado, se hizo cargo del muchacho y, vistas sus cualidades (a los 14 años tradujo la Medea de Eurípides en versos yámbicos latinos), le procuró una formación completa.
Terminó sus estudios con aprovechamiento y fue recomendado a la casa de Cavendish como tutor del futuro conde de Devonshire. Permanecerá vinculado a la familia durante casi toda su vida como tutor y consejero. Sus tareas incluían acompañar al pupilo en viajes educativos y así viajó varias veces al continente.
En París conoció al fraile Marin Mersenne, cuya celda, según Hobbes, “era preferible a todas las escuelas, hinchadas como estaban de la ambición de los profesores”. Mersenne, amigo de Pascal, Gassendi y Descartes, entre otros, mantenía correspondencia con la mayoría de pensadores contemporáneos, entre ellos, Galileo Galilei, incluso después de haber sido condenado por Roma.
Estimular la acumulación
En abril de 1636 lo visitó en la Toscana y ambos departieron amigablemente, según George Croom Robertson, autor de Hobbes (1866) -libro que Norberto Bobbio considera el primer estudio completo sobre el filósofo y que inicia la recuperación de su obra-. El 26 de enero de 1633, escribía a un amigo: “Mi primera ocupación en Londres fue procurarme los Diálogos de Galileo. Cuando me comprometí a ello pensé que se trataba de un buen asunto; si usted se empeña en hacerme cumplir lo prometido, me veré en aprietos, ya que no es posible procurarse el libro con dinero. Llegaron muy pocos ejemplares y la gente que compra semejantes libros no se desprende de ellos. Oigo decir que se retira de la circulación en Italia, pues hace más daño a su religión, que los escritos de Lutero y Calvino juntos“.
El método matemático-experimental (“La naturaleza es un libro escrito en caracteres matemáticos”, había escrito Galileo) y la lectura de Euclides están en la base de la filosofía de Hobbes. Intentó formular sus tesis políticas partiendo de la observación y con la precisión de los razonamientos geométricos.
Casi todos sus biógrafos señalan que descubrió su método, cumplidos los 40 años, leyendo los Elementos de Euclides. Abrió el libro al azar y se topó con el teorema de Pitágoras. “No es posible”, exclamó. Se remontó en el texto a través de axiomas y demostraciones hasta convencerse de la veracidad del enunciado. A partir de ahí proyectó una filosofía política con la claridad expositiva de la geometría, sin olvidar que en cuestiones humanas importan las pasiones y los intereses. La cuestión de los intereses es clave en el pensamiento hobbesiano (como manifiesta el libro de John Gray Los nuevos leviatanes, cuya traducción acaba de aparecer en castellano).
Parte de la igualdad entre los hombres: una igualdad natural, axiomática, al margen de las condiciones específicas individuales. Esa igualdad impele a desear los mismos bienes que, lamentablemente, son escasos. He ahí el origen del conflicto: la escasez que enfrenta a los individuos y estimula la acumulación.
La frase de Plauto (“homo homini lupus”, el hombre es un lobo para el hombre) que Hobbes recupera, no implica una antropología pesimista. El hombre no es perverso, salvo que se considere malo que otros tengan idénticos intereses y apetencias. “Las palabras bueno, malo y despreciable son siempre usadas en relación con la persona que las usa”, escribe en el Leviatán. El hombre es un ser vivo y eso implica querer seguir viviendo, lo que a veces supone la confrontación con quienes persiguen lo mismo.
La necesidad del Estado
El conflicto puede llevar a utilizar la fuerza para imponer los propios intereses, salvo que una autoridad superior (el Estado) lo evite. Y así conviene porque nadie estará nunca seguro de ser el más fuerte; puede haber otro con más fuerza o cuya situación le dé ventaja. El recurso a la violencia lleva aparejado el miedo a ser vencido. Para superar ese miedo se crea el Estado al que los individuos ceden el derecho a la violencia, renunciando a ejercerla ellos mismos. A cambio, el Estado ofrece seguridad.
Esa guerra de todos contra todos es el “estado de naturaleza”, previo a la constitución de la sociedad civil. Ahora bien, y eso es lo que confiere actualidad a Hobbes, el estado de naturaleza no es protohistórico sino una amenaza de lo que puede ocurrir en cualquier momento: si no se contiene el uso de la violencia, se cae en la guerra.
Hobbes lo sabía bien: vivió en el inicio de la guerra civil inglesa y se exilió en Francia para ponerse a salvo de cualquier violencia. David Runciman (Enfrentarse al Leviatán) explica: “la vida de Hobbes quedó definida por una especie de descomposición de la política que representa una amenaza inmediata para las vidas de las personas (...) fue esa descomposición la que le inspiró a escribir el Leviatán”.
“El Estado de naturaleza es El Líbano”, explicaba un día Norberto Bobbio, autor de diversos ensayos sobre Hobbes (agrupados bajo el título Thomas Hobbes en castellano). Hoy posiblemente diría que es Oriente Medio o México, donde no hay autoridad que frene la voluntad apoyada en la violencia. En el estado de naturaleza nadie está seguro, de ahí la necesidad de un Estado cuya ausencia no lleva a la anarquía sino al caos, fuente de incertidumbre y miedo.
Una lucha perpetua
Donde no se atisba esa autoridad, ni en entonces ni ahora, es en la relación entre Estados nacionales. Entre ellos sólo impera la fuerza y únicamente el miedo frena y ni siquiera siempre.
Hobbes trabajó casi toda su vida para la familia Cavendish, pero fue durante un tiempo (1621-1626) una especie de secretario de Francis Bacon, cuando éste, destituido como canciller, redactaba sus ensayos filosóficos. Es muy probable que los textos latinos fueran traducción de Hobbes, cuyo dominio del latín era muy superior al de Bacon, a quien nunca valoró como político (cayó por ser sospechoso de corrupción) ni como filósofo.
Durante su exilio en Francia, entre 1642 y 1651, le pidieron que se hiciera cargo de la formación matemática del príncipe Carlos, futuro rey Carlos II. Aceptó, aunque sin entusiasmo. Tanto es así que prohibió a su editor que reflejara el cargo en sus libros: “Su conocimiento personal del príncipe debió influir para que terminara deseando para su patria la forma republicana”, sugiere Ferdinand Tönnies (Vida y doctrina de Thomas Hobbes). Visto que Cromwell se consolidaba decidió volver a Inglaterra al tiempo que escribía el Leviatán (nombre de un monstruo bíblico).
El Leviatán consta de cuatro partes. En las dos primeras condensa su visión de la realidad y cómo conocerla, y establece las bases del Estado, es decir, de la convivencia: la razón, como sistema de cálculo que permite superar conflictos. El hombre estaría abocado a la lucha perpetua, a la incertidumbre y la infelicidad, si no estuviera dotado de la razón que le permite prever las consecuencias de sus acciones.
Las otras dos partes intentan demostrar que su propuesta de un poder absoluto no contradice a la Bíblia. No engañó a nadie. El clero percibió perfectamente que proponía el sometimiento del poder eclesiástico al Estado. En la sociedad, sostenía Hobbes, sólo puede haber un poder, de modo que ni el papado ni iglesia alguna pueden erigirse en autoridad respecto al bien y el mal.
Tachado de ateo y traidor
El 2 de agosto de 1641, en plena crisis de la Corona, escribía a un amigo: “Los clérigos están más para servir que para regir y el gobierno de las iglesias debe depender del Estado y de la autoridad civil” ya que “la lucha por la supremacía entre los poderes laico y clerical ha sido, más que ninguna otra, la causa de las guerras civiles”.
El origen de la decapitación de Carlos I había sido la guerra de Escocia. La falta de recursos llevó al Rey a convocar el Parlamento, tras 11 años sin hacerlo, para lograr nuevos impuestos que sufragaran la contienda. No lo logró. Los parlamentarios exigieron reformas que, claramente, recortaban su poder. Lo disolvió a las tres semanas. La segunda convocatoria terminó peor: la guerra civil entre los monárquicos y la Cámara de los Comunes culminó con la decapitación real y la proclamación de la República.
Hobbes era un monárquico tibio. Quería un poder único, fuera regio o parlamentario. Ya en 1646 un realista se quejaba de que hubiera sido nombrado profesor del príncipe. “Es una elección dañosa (…) Habría que apartar a Thomas Hobbes y demás hombres malos de su alrededor”.
El Leviatán no mejoró su valoración entre los monárquicos y la crítica a las universidades, que juzgaba tan inútiles como dañinas por promover doctrinas falsas que socavaban el poder del soberano, lo enemistó con los docentes. Vuelto a Inglaterra, Carlos II le concedió una pensión vitalicia, que pagó muy poco tiempo. Mientras, profesores, teólogos y parte de la nobleza le deseaban lo peor. Se le tachaba de ateo, traidor, enemigo de la religión y de la monarquía. Abandonó Londres y se refugió en una propiedad de los Cavendish.
Obtener seguridad
Tras la restauración, el sector clerical controlaba la Cámara de los Comunes y aprovechó para escarmentar a “los ateos y los impíos”, vinculándolos al gran incendio de Londres y a una epidemia de peste. Hobbes estaba convencido de que acabaría en la hoguera y decidió retirarse al campo. No lo quemaron, pero se prohibió la impresión de sus libros en Inglaterra, aunque en ese mismo año, 1665, apareció en Holanda la versión latina del Leviatán.
Durante años su obra sólo mereció críticas. Se le consideraba, erróneamente, uno más de los partidarios del contrato social como origen del poder político. Es evidente su influencia en Locke, pero predominan las diatribas. Su figura empieza a ser reivindicada a partir de la segunda mitad del XIX y, en el XX, pensadores como Carl Schmitt la usarán para justificar los autoritarismos.
En sus últimos años escribió un par de autobiografías. En una señala que su parto se precipitó cuando su madre supo de la Armada Invencible: “Tanto miedo concibió que parió gemelos: a mí y al miedo al mismo tiempo. De ahí, creo, viene que ame la paz, junto con las musas y la compañía afable”. La conveniencia de superar el miedo, de obtener seguridad, fue la polar de su concepción política.
Hoy, el miedo que quiso vencer (a las crisis, a los cambios, a la guerra, al terrorismo, al otro) vuelve a ser utilizado por diversos gobiernos. Y, tras él, asoman amenazantes las sombras de negros autoritarismos.