Arthur Schopenhauer retratado por Ludwig SigismundRuhl (1815)

Arthur Schopenhauer retratado por Ludwig SigismundRuhl (1815)

Filosofía

Schopenhauer: el pesimista solitario que fascina de nuevo

El pesimismo del filósofo se halla en la raíz del interés, hoy renovado, por una obra cuyos ejes centrales, además de la visión negativa del presente, incluyen una concepción del hombre como ser egoísta

31 agosto, 2024 19:00

En 1811 Arthur Schopenhauer explicó por qué se dedicaba a la filosofía: “La vida es una cosa miserable y me he propuesto dedicar la mía a reflexionar sobre ello”. Un pesimismo que probablemente se halla en la raíz del interés, hoy renovado, por una obra cuyos ejes centrales, además de la visión negativa del presente, incluyen una concepción del hombre como ser egoísta, inclinado a la maldad, y una perspectiva del futuro en la que no hay lugar para progreso alguno. Schopenhauer creía que no puede haber otro mundo peor. Si lo hubiera, se autodestruiría.

La visión pesimista le llegó muy pronto: “A los 17 años quedé impresionado por las calamidades de la vida, como le ocurrió a Buda en su juventud, al descubrir la enfermedad, la vejez, el dolor y la muerte”. La frase refleja bien su autoestima, al identificarse con una de las figuras que admiraba.

Vivió de fracaso en fracaso, pese a las facilidades para lo contrario. La fortuna heredada de su padre, fallecido cuando él era adolescente, le permitió dedicarse a reflexionar y escribir sin que apenas nadie valorara sus escritos. Este fiasco se tradujo en el desprecio hacia una universidad que le ignoraba, señalando que los genios tardan en ser comprendidos. Su invectivas contra Schelling, Fichte y, sobre todo, Hegel, hicieron que en Dinamarca le negaran un premio por su tono insultante. Obtuvo una plaza en la Universidad de Berlín y programó sus clases a la misma hora que las de Hegel. No se arredró por la falta de alumnos. Lo suyo era, decía, un “atajo hacia la posteridad”. Siempre en soledad: sus amores no fueron correspondidos y se mostró experto en granjearse enemigos.

¿El papel de las redes sociales?

De haber vivido hoy hubiera celebrado las redes sociales, con amigos, pero a distancia. “Lo que hace sociables a los hombres es su incapacidad para soportar la soledad y, en ésta, a sí mismos”, porque “un hombre completo tiene suficiente consigo mismo”.

Afirmaba que “no hay camino más erróneo para la felicidad que vivir en el gran mundo, llevar una vida disipada”, pues convierte “nuestra miserable existencia en una sucesión de alegría, placer y diversión en la que no puede faltar la decepción”.

El reconocimiento le llegó por otro fracaso. Ya entrado en años publicó y fue un éxito Parerga y paralipomena. Significa “adiciones y cuestiones omitidas” y trata de asuntos que, en su opinión, no quedaban suficientemente claros en obras anteriores. Quería que sus textos fueran leídos en el orden en que los escribió. Ocurrió lo contrario.

Arthur Shopenhauer / WIKIPEDIA

Arthur Shopenhauer / WIKIPEDIA

Pero le llegó la fama. Los admiradores, a los que desdeñaba, se apostaban frente a su casa, en Fráncfort, o peregrinaban a Rudolstadt, ciudad en la que se había refugiado de joven para redactar su tesis. Había grabado en la ventana de la pensión donde se hospedaba una cita de Horacio: “Hay que alabar una casa que mira hacia los extensos campos” y los más entusiastas acudían a venerarla. Pero el éxito le incomodaba: “Los que en lugar de estudiar los pensamientos de un filósofo se ocupan de conocer la historia de su vida se asemejan a quienes en lugar de admirar un cuadro examinan el marco”, aunque es posible que el desdén fuera postizo ya que constan sus intentos de ser aplaudido, convencido como estaba de su genialidad y de la de su obra.

Arthur Schopenhauer (Danzig, 22 de febrero de 1788-Fráncfort, 21 de septiembre de 1860) fue hijo de Heinrich Floris Schopenhauer, un acaudalado hombre de negocios que deseaba que su hijo siguiera su trayectoria, y de Johanna Schopenhauer (nacida Trosiener), casi 20 años más joven que él. Tras la muerte del marido se instalaría en Weimar. Fue amiga de Goethe y reconocida autora de novelas y libros de viajes.

Un ser asocial

Heinrich Schopenhauer murió en 1805, dejando a su hijo una educación cosmopolita. Dominaba el francés y el inglés y añadiría más idiomas, entre ellos el español, hasta el punto de traducir a Gracián. El padre lo educó para los negocios, pero él no estaba en absoluto interesado. Al quedar huérfano, decidió cursar estudios universitarios, primero de medicina y luego de filosofía.

Abandonó Hamburgo, donde su padre se había instalado tras la anexión de Danzig por Prusia, y se instaló en Gotha, cerca de Weimar, donde vivía su madre, aunque lo suficientemente lejos para no incordiarse mutuamente. Las relaciones entre ambos fueron pésimas. El dinero fue uno de los motivos de las desavenencias. También el carácter del pensador y su misoginia. “Quisiera que aprendieras a hacerte agradable a las personas”, le pidió en vano su padre en 1804. En vísperas de la ruptura definitiva con su madre, ésta le escribirá: “Eres fastidioso e insufrible y considero penoso en extremo vivir contigo”.

Goethe en Weimar / DANIEL ROSELL

Goethe en Weimar / DANIEL ROSELL

Cuando publicó (a sus expensas) la tesis doctoral, Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente, entregó a la madre un ejemplar. Sin leerlo, le dijo: “Debe de tratarse de algo para boticarios”. Arthur respondió: “Será leído todavía cuando no quede en el trastero ni uno solo de tus escritos”. Y ella replicó: “De los tuyos estará por estrenar toda la edición”. Rüdiger Safranski, autor de una excelente biografía del filósofo (Schopenhauer y los años locos de la filosofía) apostilla a este diálogo: “Ambos, madre e hijo, acabarían teniendo razón”.

La tesis de Schopenhauer puede resumirse en una frase suya: “nada es sin una razón”. El mundo es un encadenado de causas, unas conocidas y otras no. A esa ignorancia se la llama libertad. Pero el libre albedrío no existe. “Una piedra tiene que verse impelida, mientras que un hombre puede obedecer a una mirada; en ambos casos responden a una razón suficiente y son movidos con idéntica necesidad”. Roberto Rodríguez Aramayo lo resume así: “La ilusión de una libertad absoluta se sustentaría en una mera ignorancia con respecto a sus débitos causales. Desconocer u olvidar las causas o motivos de nuestras resoluciones representaría el único camino para sentirnos fantasmagóricamente libres” (Schopenhauer: el pesimismo de la lucidez).

El egoismo

La voluntad es la causa primigenia. El hombre siempre se descubre a sí mismo queriendo. Ese querer tiene consecuencias: la primera, el egoísmo: quiere lo que supone un bien; la segunda, el pesimismo: el deseo nunca será plenamente satisfecho, por consiguiente, la vida es una condena al dolor y al sufrimiento. Hasta la liberación de la muerte. Sólo hay dos vías de escape: el arte y la compasión.

Schopenhauer se decía sucesor de Kant, si bien superando la propuesta moral del imperativo categórico (obra de forma tal que tu norma pueda convertirse en norma universal). Aceptaba que el mundo está formado por hechos de experiencia (fenómeno) y objetos del conocimiento intelectual (nóumeno). Pero si para Kant la “cosa en sí” permanecía inaccesible, Schopnehauer la identificaba con la voluntad. “Todos los filósofos se han equivocado al situar lo metafísico, lo indestructible, lo eterno del hombre, en el intelecto, cuando radica exclusivamente en la voluntad”. Decidió llamarla “voluntad” porque, si bien “hasta el momento se subsumía el concepto de voluntad bajo el concepto de fuerza; yo hago justo al revés y quiero conocer cada fuerza implícita en la naturaleza pensada como voluntad”.

El filósofo Immanuel Kant en 1768 pintado por Johann Gottlieb Becker

El filósofo Immanuel Kant en 1768 pintado por Johann Gottlieb Becker

“La voluntad en cuanto cosa en sí es el material común de todos los seres, el elemento universal de las cosas: por lo tanto, lo tenemos en común con todos y cada uno de los hombres y también con los animales. En ella, en cuanto tal, somos todos iguales (…) lo que eleva a un ser sobre otro y a un hombre sobre otro es el conocimiento”, afirma. Pero no abunda.

La voluntad es ajena a la razón, animalidad pura. De ahí que Georg Lucakcs (El asalto a la razón) tildara a Schopenhauer de irracionalista.

El mundo, como el hombre,  “está lleno de maldad, es caótico, por eso la vida es un sufrimiento”. Y es que “en el corazón de cada uno de nosotros reside una mala bestia al acecho de oportunidades para saciar sus instintos básicos, atacando a los demás y que, si no la evitamos, nos descuartiza”.

Dominar las pulsiones de la voluntad es la única forma de ser realmente libre, teniendo en cuenta que la libertad no es más que “una monstruosa ficción”. Un intento vano de rechazar la “triste condición de un mundo” en el que “los seres vivos se mantienen a base de devorarse unos a otros” movidos por la necesidad y el miedo.

Contra un Dios creador

Schopenhauer arremete contra el optimismo ilustrado en general y el de Leibnitz en particular con más saña que Voltaire en el Cándido: “La carga de la vida misma y su precipitarse a una amarga muerte no se puede conciliar honradamente con la idea de que ese mundo es la obra de la infinita bondad, la omnisapiencia y la omnipotencia reunidas”. Tampoco cabe la idea de un dios creador: “Es realmente monstruoso, pensar que dios ha dejado transcurrir un tiempo infinito antes de crear algo (o sea yo), que luego quiere mantener durante otra eternidad, prodigando castigos o recompensas, en base a lo que ha ocurrido por capricho suyo (...) dios castiga su propia y chapucera obra, porque no es como él quiere”.

El teísmo “proporciona un apoyo a la moral” pero en realidad la suprime al convertir toda acción en interesada. El dios que al principio “era el creador aparece al final como vengador y remunerador”. Lo que se haga para lograr el paraíso o evitar el infierno no puede ser un acto moral. Es una forma encubierta de egoísmo. Un acto sólo es ético si es desinteresado. Y eso sólo se da en la contemplación estética (sobre todo en la música) y la compasión, es decir, en el momento de sentirse como el otro, padecer con el otro y, previamente, negar la propia voluntad.

Aquí Schopenhauer mezcla las influencias kantianas con las del budismo y las filosofías orientales. Uno de los pensadores que le dieron acceso a ellas fue Karl Krause, filósofo apenas conocido en Alemania pero sí en España, con gran influencia en la Institución Libre de Enseñanza.

Cuando el hombre se conoce a sí mismo como voluntad siente horror pero puede dominarla, venciendo al egoísmo. La compasión (hoy se habla de empatía) es “la única fuente de las acciones abnegadas y, por ello mismo, la verdadera base de la moralidad”, al constituir “el único motivo no egoísta y, por lo tanto, el único auténticamente moral”.

Sería absurdo dedicar la vida a buscar la felicidad, convirtiendo “este escenario de miseria en un lugar de disfrute y proponerse como fin los placeres y las alegrías en lugar de la mayor ausencia de dolor posible; pero eso es lo que hacen muchos (…) El necio persigue los placeres de la vida y se ve defraudado: el sabio evita los males”.

El papel del Estado

Cuando los hombres ceden al egoísmo se hace necesaria la actuación del mal menor que es el Estado. “¿Pues qué son los Estados más que dispositivos para poner límites a la ilimitada injusticia de los hombres?” Frederick Copleston lo resume así: “La guerra y la crueldad son el mejor apoyo de la doctrina de Schopenhauer. El hombre que no demostró simpatía alguna por la revolución de 1848 (…) observa que la codicia, el egoísmo y la crueldad son la única justificación del Estado” que es el “producto de un egoísmo lúcido que intenta hacer un poco más tolerable el mundo”.

El rechazo de Schopenhauer a los movimientos revolucionarios de 1848, que le llevó a prestar sus prismáticos de la ópera a un soldado para que disparara con mayor acierto contra los insurrectos, se explica por su aversión a cualquier movimiento de masas y al miedo a que afectara al capital heredado (mejorado por su administración), ya que hubiera perdido su bien más preciado: su independencia. En un texto sobre Schopenhauer, que le influyó profundamente, Thomas Mann cita los versos que le dedicó Nietzsche: “Lo que él enseñó está muerto; lo que el vivió, perdura. ¡Miradlo: de nadie fue súbdito”. Ni siquiera de su propia voluntad.