Hezbolá y el laberinto libanés
La organización chií, un grupo militar al servicio de Irán y en guerra con Israel, controla en el Líbano universidades, hospitales, escuelas, economatos y medios de comunicación que le permiren influir en Oriente Medio
El territorio Kahil Gibran, el poeta de los cedros milenarios del Líbano, es hoy un campo yermo, un erial de plomo y goma quemada. En el Yanub Lubnan o Beirut Sur, más allá del río Awali, limítrofe con el occidente mediterráneo, se mueve el Consejo Consultivo de la milicia chií. Bajo los misiles y tanques de Netanyahu, allí se mantiene un cuartel general dotado de numerosas sedes de instituciones benéficas, trufado por las residencias itinerantes de los dirigentes del partido de Dios, cuyos drones y misiles apuntan a Tel Aviv o Jerusalén.
La zona incluye las ciudades bíblicas de Sidón y Tiro, hoy ruinas del fuego que viene del cielo y mañana cementerios; a partir de allí, se extiende la llanura de la Becá hasta la falda del Monte Hermón, frontera entre Siria y Líbano. Es el crisol de Hezbolá, el núcleo duro de la resistencia armada antisionista, un instrumento de Irán, un mensajero de la política exterior persa incrustada en el mundo árabe. La organización controla la gran Universidad Islámica del Líbano, hospitales, escuelas, grandes economatos, centros de formación militar y medios como el canal de TV Al-Manar, un conjunto dotado de mayor influencia sociológica que el mismo Estado libanés.
Junto a su presencia en la sociedad civil de su entorno, Hezbolá mantiene una representación institucional innegable: la mayoría del parlamento libanés y la titularidad de varios ministerios del Gobierno de Beirut, un Ejecutivo sin presidente como el Banco Central del país, cuya gobernanza se reserva a los cristianos maronitas, descendientes de una oligarquía de origen otomano vinculada a la ocupación Francesa en los tiempos de la colonia. La historia reciente de Hezbolá está llena de acontecimientos trágicos; hoy, es el desencadenante de un hipotético enfrentamiento directo entre Irán y Estados Unidos con repercusiones en diferentes países de la zona, y también, un catalizador insospechado de potencias, como Rusia y China.
En el Líbano tiranizado por su destino, Hezbolá no se ha detenido en los límites de su organización; se ha convertido en un movimiento amplio capaz de atraer a ciudadanos más allá de las demarcaciones confesionales o regionales. Su faceta de agitador chií, frente a las corrientes, suníes, laicas y secularizadas, ha ido difuminándose hasta “adquirir proyección a nivel nacional”, en palabras de Ignacio Gutiérrez de Terán, autor del libro Hezbolá (Catarata), el análisis más completo del papel del grupo político que sostiene institucionalmente a Líbano, y que ha fundado un auténtico Hezbolistán en el sur de la nación sin Estado.
Al proclamar su papel de Estado dentro del Estado libanés, Hezbolá aminora los aspectos religiosos mantenidos, cuando las autoridades israelíes pusieron en marcha su política de puño de hierro contra los civiles, parecida a los utilizados dentro de los territorios ocupados palestinos. El grupo mantiene en sus estatutos el espíritu fundacional de ser fiel a la revolución islámica del faqig, el ayatola Jomeini. Sin embargo, en las últimas décadas, su ex secretario general, Hasan Nasrallah -ejecutado el pasado mes de septiembre por cazas F-35 equipados con bombas bunker buster, capaces de penetrar en refugios subterráneos- ha sido el responsable de detener la influencia política de Teherán, pese a mantener la supremacía doctrinal de los imanes iraníes y de su antiguo embajador, el ulema libanés, Fadlallah.
Nasrallah es todavía la voz mítica que se escucha en los taxis que van del aeropuerto de Beirut al centro de la ciudad; lanza discursos, después de muerto, en forma de promesa (Wa’d), letanías mesiánicas en las que el líder fallecido habla de reconstruir un barrio, liberar una aldea o levantar un hospital. Durante muchos años, sus apariciones en la cadena catarí, Al Jazeera, han ido acompañadas de imágenes gigantes en los barrios pobres de la capital. El proselitismo de Nasrallah ha sido una evocación exultante de la nación árabe, el tiempo de Nasser en Egipto, del partido basista en Siria e Irak o de Kamal Yumlat en el mismo Líbano.
Hezbolá nació en plena invasión de Líbano, en 1982, lanzada por el militar y estadista israelí, Ariel Sharon, hasta más allá del río Litani. La inexistencia de un proyecto nacional en el país del cedro impulsa a la milicia chií, emulando a otros clanes militarizados del pasado reciente, como Yunblat, Hariri, Assad, Gemayel o Fangíé, sumergidos en el inicio del cataclismo mundial, imaginado por el escritor Amín Maalouf en su inteligente novela, El primer siglo después de Beatriz. En la ruta de esta metáfora de la causa palestina, el escritor habla del planeta que pende de un hilo por un conflicto nunca resuelto en ausencia de un horizonte global y provocado por la oposición norte-sur, origen del desencuentro entre el orden y el caos. En otra de sus obras, El jardín de la luz, escrita en los años de los esperanzadores intentos de paz, en Camp David, Oslo o Madrid, la ficción de Maalouf -Premio Princesa de Asturias y miembro de la Academie francesa- ofrece una solución nacida en Mesopotamia, en el intento de su joven protagonista por acercar a las dos religiones de origen semita, que hoy se despedazan y actúan como la semilla de una guerra permanente.
Antes del estallido del actual conflicto con Israel, el mismo Hasan Nasrallah, el “padre de la libanización” de Hezbolá, se acercó a la tendencia aconfesional de países musulmanes moderados, como Egipto, Jordana o las monarquías del Golfo. Esta distensión religiosa se vive ahora intensamente en la Universidad Islámica situada en el Beirut meridional y marcada por las tensiones entre el viejo partido, Amal, y Hezbolá. Los altos estudios han renovado a la clase dirigente libanesa, como expuso en sus memorias, House of Stone, Anthony Shadid, ex corresponsal del New York Times, dos veces ganador del Premio Pulitzer, fallecido en 2012. Shadid resume las peripecias de una generación más preparada a la hora de encarar un conflicto que se hace eterno.
La organización que defiende la causa palestina en territorio libanés está marcada por el contexto económico del monocultivo agroalimentario y un sistema confesional de cuotas que configuran una geografía teologal única en el mundo. Su larguísima contienda civil, entre 1975 y 1990, la guerra de los otros, marcada por intereses coloniales (Francia) y gendarmes regionales (Egipto o Israel), sigue latente. Gutiérrez de Terán, profesor de la Autónoma de Madrid y experto en mundo árabe, destaca que el mosaico de culturas y cuna de civilizaciones se ahoga “en su propia singularidad”.
Este académico relanza el punto de vista científico de anteriores aportaciones, como Hizbulah, el brazo armado de Dios (publicado en 2006 por Javier Martín) y sigue la pista de autores como Amin Muhammad Hatit, Peter Beaumont, Aurelie Daher o Ikram Saab, entre otros. A la hora de encarar el problema Hezbolá, los investigadores se apartan del tremendismo de los anatemas y la simplicidad de los clichés. ¿Qué es Hezbolá? ¿Una organización terrorista? ¿Una amenaza para el Líbano moderno? ¿El causante de un conflicto global difícil de conjeturar? Socialmente la organización chií está en el lado de los desfavorecidos, como mostró su mayor consenso durante la Primavera Árabe de 2011. Mientras caían los regímenes de Túnez, Egipto, Bahréin, Yemen y la Libia de Gadafi, Hezbolá mantuvo el rumbo de su arabismo, marcado por enormes contradicción en el seno del complejo mundo musulmán.
El Diluvio (atentado) de al-Aqsa lanzado por Hamás en octubre de 2023 sobre objetivos civiles israelís y la respuesta militar de Netanyahu con la muerte de 45.000 gazatís y 10.000 libaneses ha puesto sobre el teatro de operaciones a la organización chií. Nadie ignora el crimen, aunque quede una sombra de duda sobre su alcance; pero, en todo caso, el beneficio de esta duda debe recaer en las víctimas antes que en los verdugos, de uno y otro lado.
¿Qué defienden las milicias de Hezbolá? ¿Una causa, una doctrina, un Dios cuyo centro está en todas partes o una tierra en la que no nacerán sus hijos? La complejidad acompaña siempre al damerograma de Oriente Medio, una parte del mundo en la que Gibran encontró la “libertad de la soledad y la seguridad de no ser comprendido, pues quienes nos comprenden esclavizan una parte de nuestro ser”.