La lección del caso Trump: sin filtros en los partidos los populistas alcanzan el poder
Roger Senserrich constata en ‘Por qué se rompió Estados Unidos’ que Trump es la consecuencia, no la causa, de la deriva institucional del país
4 mayo, 2024 22:44Los populistas y autoritarios llegan al poder y nadie sabe cómo ha sido. Esa podría ser una bonita forma de comenzar un cuento. Sería un cuento, claro, porque no se ajusta a la realidad. Podemos discernir por qué ha sucedido. Los gobernantes excéntricos, los que desprecian los equilibrios de los sistemas democráticos, llegan porque han desaparecido los filtros, porque el propio modelo ha permitido esa laxitud. Donald Trump –con muchas posibilidades de volver a ser presidente de Estados Unidos—no es la causa de que el país se haya polarizado en dos grandes mitades, sino la “consecuencia” de los cambios que se han producido en la política americana en los últimos decenios, con la ayuda inestimable del Partido Republicano, que ha permitido que se acercaran todo tipo de “chiflados”, mientras que el Partido Demócrata es un partido “firmemente en manos de los moderados”, y ha expulsado a sus radicales “sin dudarlo”. ¿Son lecciones que podemos aprender del caso Trump para pensar en otras realidades políticas? Dejemos volar la imaginación.
Estados Unidos ha sido para las democracias occidentales el gran modelo, el referente mundial. Pero hemos aprendido aquello que nos interesaba, sin prestar atención a los bloqueos constantes que se producen, con un Senado que se ha convertido en un muro insalvable, cuando está en manos del Partido Republicano, impidiendo la legislación que impulsa el Presidente. La letra pequeña se olvida, y no se ha podido apreciar que Estados Unidos sufre un enorme desgaste institucional desde los tiempos de Nixon. Trump rompe todos los esquemas para las mentes bienpensantes de los europeos, pero, ¿qué había pasado mucho antes? Es lo que explica de forma brillante el politólogo Roger Senserrich (Maracay, Venezuela, 1979) en su obra Por qué se rompió Estados Unidos (Debate).
Su lectura nos debe llevar a otras latitudes, porque si Estados Unidos ha sido un referente para alabar las virtudes de la democracia, también lo es ahora para entender lo que sucede en muchos otros países, con dirigentes que se amparan en el contacto directo con los electores, con las masas, en democracias en los que los partidos políticos han dimitido de sus funciones y han quedado como meras plataformas de sus líderes. ¿Es el precio de la modernidad, del cambio tecnológico, con las redes sociales como el camino más directo para ofrecer mensajes políticos?
Lo que explica Senserrich es que la polarización se busca, se desea, porque se entiende que es la forma de poder movilizar a distintos sectores de la sociedad, con mensajes pensados para grupos concretos. Para este politólogo quien lo persigue por primera vez, con todas las consecuencias, es Nixon, con su campaña electoral en 1972. Es el triunfo del llamado “resentimiento”, al apelar directamente a blancos desarraigados del sur, donde el Partido Demócrata había reinado desde siempre, gracias al apego de sus candidatos por las viejas costumbres: la defensa del esclavismo y, posteriormente a favor de poner todas las trabas legales posibles para que los negros no pudieran votar, aunque luego los defendieron, tras las leyes de derechos civiles. Una coalición de grupos, los resentidos del sur, los que no podían acreditar una gran formación y se habían hecho a sí mismos, como el propio Nixon, junto con los conservadores del Norte y los defensores de una cierta moralidad. Para Senserrich, Trump, aunque no lo reconozca, ha bebido directamente de Nixon. Y con el presidente que supo perseverar, a finales de los sesenta y principios de los setenta, quien se aprovechó fue el Partido Republicano, con la figura que arrasaría en los años ochenta, Ronald Reagan.
Las distancias se fueron incrementando, a partir de ese momento, entre republicanos y demócratas, que comenzaron a girar hacia la izquierda y a centrarse en grupos minoritarios, buscando el voto, por ejemplo, de los latinos, sin ser conscientes de que éstos comenzaban a verse a sí mismos como americanos que ya no querían que se les recordara su origen. Por ello, muchos latinos se han inclinado y se inclinarán, de nuevo, por Trump. El politólogo destaca esa polarización: “No es hasta la segunda mitad de los años ochenta cuando los republicanos empiezan a sacar escaños de forma consistente en la Confederación --(los estados del Sur, controlados históricamente por candidatos del Partido Demócrata)—según la vieja guardia demócrata abandona la escena. Y no será hasta mediados de los noventa cuando el senador demócrata más conservador esté finalmente a la izquierda del republicano más moderado; un hito que no veríamos hasta 2005 en la Cámara de Representantes”.
Con un estilo atrevido, dirigiéndose al lector en todo momento, y sin ocultar sus preferencias políticas, Senserrich indica que la división social, a partir de decisiones políticas tomadas por los distintos candidatos –y siempre con ese parteaguas que para él supone la presidencia de Nixon—no ha dejado de incrementarse. La paradoja –teniendo en cuenta la visión de la opinión pública europea, que siente una mayor simpatía por el Partido Demócrata—es que fueron los demócratas americanos los que, con la idea de democratizar la vida interna de los partidos, apostaron por las primarias para elegir candidatos a la presidencia, y abrieron un camino que siguió con más contundencia el Partido Republicano, hasta el punto que no ha sabido parar –ni ha querido—al candidato Trump, pese a su retórica y los casos judiciales que arrastra.
Fue el demócrata McGovern, el derrotado en 1972 por Nixon, quien abrió el melón. Todo comenzó en la Convención Nacional Demócrata en Chicago en 1968, en la que el candidato Humphrey fue nominado, justo cuando los manifestantes eran aporreados en las calles, con la Guerra de Vietnam de fondo. Ninguno de los dos partidos tenía un sistema fijado para elegir a su candidato presidencial, y se hacía con votaciones consultivas, con primarias o a través de convenciones, o con la elección directa por parte de las élites de los partidos. Hubo, en todo caso, dos candidatos que se presentaban oficialmente, Eugene McCarthy, contrario a la guerra de Vietnam, y Robert Kennedy, miembro del clan de los Kennedy. Al ser asesinado Robert Kennedy, entró en liza otro candidato, George McGovern, también contrario a la Guerra de Vietnam. Pero en la convención se eligió a Hubert Humphrey, al considerarlo un hombre de consenso, aunque no había participado en ninguna votación. Las bases del partido, claro, se indignaron.
El partido encargó a McGovern que trazara un plan para democratizar la forma de elección del candidato presidencial. Y éste apostó por las primarias. Y ganó él, claro, porque era el que mejor conocía su propio sistema. La cuestión es que en 1976, tras la dimisión de Nixon, por el caso Watergate, el Partido Republicano copió el sistema. Y lo aplicó ya en las inmediatas elecciones. Ganó Jimmy Carter frente a Ronald Reagan. Lo que apunta Senserrich es que, pese a las malas experiencias de los dos partidos, el modelo siguió adelante, con una consecuencia clara: se dejaron de filtrar los candidatos, aunque, después, el Partido Demócrata trató de desincentivar a los más arrojados, sin que, por ahora, se haya dado la elección de un demócrata de las características de Trump. “Curiosamente, ambos partidos tuvieron una primera experiencia atroz con las primarias, nominando a candidatos perdedores, pero ambos mantuvieron el sistema. A pesar de su corta historia y de la incapacidad para filtrar malos candidatos, cambiarlo ha sido imposible; otro de esos equilibrios ligeramente incomprensibles del sistema político americano”.
El libro traza un repaso histórico, constatando que, pese a tener una Constitución durante siglos, --desde 1787-- las interpretaciones han sido distintas, y sólo desde mediados de los años sesenta del siglo XX, con las leyes de derechos civiles –1965--, Estados Unidos puede considerarse realmente una democracia, porque, hasta ese momento, condenaba a una buena parte de sus ciudadanos al ostracismo: a la población negra de los estados del Sur se le negaba el voto de mil y una formas distintas.
La lección es que la polarización de la vida política llega desde arriba, porque interesa, porque se lanzan mensajes en función de cada grupo social, buscando activar un determinado voto. Y, en el caso de Estados Unidos, no hay un control por parte de estructuras partidistas, porque cada candidato –en todos los niveles, desde el local al presidencial—acaba fabricándose su propia campaña. No hay filtros. El modelo, extrañamente, se ha ido importando en Europa. En España se acogió como un sistema que iba a solucionar la democracia interna de los partidos. Pero eran más eficaces las largas noches de negociación en las convenciones –en España congresos—a la hora de consensuar candidatos.
Senserrich busca el momento del inicio de la polarización. Son los sistemas los que, al no ponerse al día –el de Estados Unidos se cae a pedazos—acaban provocando esa polarización y la erosión de la democracia. La lucha descarnada por el poder –el maestro es Nixon, y su mejor alumno ahora ha sido Trump—hace el resto. El libro ‘americano’ de Roger Senserrich tiene otras muchas lecturas y en países distintos. Pero es también, y –principalmente—una enorme oportunidad para entender Estados Unidos, que sigue atrayendo todas las miradas.