Vives Fierro, por Farruqo

Vives Fierro, por Farruqo

Artes

Vives Fierro: el pintor peripatético

El artista fallecido señalaba que su ciudad no era ni la Rambla ni el barrio gótico ni el puerto ni el Tibidabo: “Mi Barcelona es el Eixample modernista”

3 marzo, 2024 18:06

“Tu desnuda y con sombrilla / yo, vestido, pero con calor”. La estrofa del cubano Silvio Rodríguez se viene a la memoria al recordar a Antoni Vives Fierro, vitalista, baluarte de la pintura y deudor de las vanguardias sin rodeos. Ha sido capaz de navegar en la espuma de los días con actitud peripatética, un mostrador de su obra a la sombra de un paseo dulce. En su finca veraniega de Villafranca del Penedès recibía bajo soportales y pérgolas, algo de humo y sonrisas impartidas por el irónico incapaz de faltar. Ahora se ha fundido en la noche de los tiempos. Último viaje. Le despedimos en “olor de trementina”, desparramado por su atelier, abierto siempre a los cuatro vientos de los mil amigos. Nos deja monografías en la puerta del Gran Teatre del Liceu, guiñando la pupila a Jaume Plensa -nuestro mejor artista contemporáneo-, en el Círculo Artístico, compartiendo con Gallo y Antonio López, y en el Palau de la Música, bajo acristalados modernistas, proyectando el centro de la biblioteca circular de Domènech i Muntaner o apoyado en una efigie del escultor Miquel Blay.

Un día, Vives Fierro se siente un Vautrin balzaquiano. Reúne sus enseres de artista a mano -tela, caballete, pintura, pincel y paleta-  para hundirse en el Gran Londres, metrópoli del mundo, y más tarde en el Soho de Manhattan, aerolito del color y sede del expresionismo abstracto de los Hans Hofmann, Jackson Pollock o Mark Rothko. También surca Paris, desde Montmartre al Picadero, pasando por el barrio latino de otros tiempos. Pertenece a la capital del Sena que pisó el adoquín desenterrado de Víctor Hugo y formó parte de la barricada simbólica de Enjolras, junto a los suyos, Valjean, Javert o Cosette. Vives Fierro es un hombre del siglo XX,  “el tiempo de rupturas” (Eric Hobsbawm), de cuando el mundo se fragmentó y volvió a unirse, gracias a la tecnología y al arte, los parteaguas de la comunicación.

Desentraña en vecinos de calles y plazas el misterio de las ciudades: “son organismos vivos”. Utiliza el collage para expresar el mito, una operación formal alejada del rito. Bucea en las sociedades históricas y se aparta del pensamiento mítico. Es un pintor burgués, no de corte ni de reclinatorio. Su mejor marketing son sus cuadros colgados en los comedores y bibliotecas de sus amigos, los Uriach, Junyent, Parellada, Gallissà, Bertran o Torre-Balari. Su mercado natural es un compendio del empresariado y la menestralía que bulle en las bases del nacionalismo cultural catalán, concretado en el esquema eterno: almuerzos alegres de familiares y amigos, con final de traca expositiva a cargo del artista. En los entretiens de los Vives Fierro, la reglas son de Emi, la esposa y agente del pintor: casi 60 años de amor y complicidad de musa reflejada en uno de los cientos de cuadros realizados por Antoni, algunos por encargo y otros por placer y este último por pasión. Los postres en el palazetto del Baix Penedès son de oda de Aribau y de polca a dos manos, al piano de la casa. Sus amigos, como Carles Sumarroca o Ramon Bagó entre otros, vinculados a la fundación de CDC, fueron siempre la sombra del ser, no del poder. Contra viento y marea, el artista ofrece su auténtica tarjeta de barcelonés inquebrantable: “Una librería en el Raval, un beso en la Rambla, la antigua Bolsa de Barcelona situada en la planta baja gótica de la sede histórica de la Cámara de Comercio; y también los cines Pelayo y un clásico puesto de frutas y verduras de la Boqueria”, como quedó claro en la última exposición exitosa de su obra, celebrada en el Palau Robert de Barcelona, comisariada por Claudia Vives Fierro, la hija del pintor, y también artista. Allí, el pintor recién fallecido, dijo que su ciudad no era ni la Rambla ni el barrio gótico ni el puerto ni el Tibidabo: “Mi Barcelona es el Eixample modernista”.

El pintor Antoni Vives Fierro

El pintor Antoni Vives Fierro RTVE

Vives Fierro pintó y sació los puntos neurálgicos del pasado. Otra de sus urbes al óleo y el carbón es La Habana, pillada en la ciudad vieja del Infante difunto, más que de los Tres-Tristes-Tigres, del cabaret hinchado de mulatas. Fierro lee a Cabrera Infante, pero capta la esencia en Alejo Carpentier y Lezama Lima, los circunloquios del barraco capitalino. Después añade a su color el desprendimiento continuo del dialecto atiborrado de los santiagueños que llegaron con los Barbudos y vivieron con desmedida alegría la noche del desembarco en Bahía Cochinos. A la capital cubana le siguieron Tokio y después Ámsterdam la ciudad que le convenció de que era un paisajista urbano. Mantuvo este principio: “primero visito la ciudad y, si me enamoro del lugar, fijo allí residencia y mi trabajo”.

A lomos del figurativismo y del impresionismo, dos fuentes cabalgadas en el concepto, Vives Fierro lleva su pintura por medio mundo. De joven estudia en la Llotja y su primer ambiente se sitúa en las aulas del antiguo Cercle Artistic de Sant Lluc, el de los Gaudí, Arnau, Llimona o el pintor Antonio Utrillo, fundado por Alexandre de Riquer, bajo la égida moral del obispo Torres i Bages.

Lejos de ser un plañidero

Pero el tiempo no pasa en balde y para el joven Vives el continuismo del Cercle se convierte en fuga; también pone tierra de por medio respecto a Dau al Set , el grupo rupturista liderado por Joan Brosa, con la ayuda del filósofo Arnau Puig y los pintores Joan Pons, Antoni Tapies, Modest Cuixart o Joan-Josep Tharrats. Vives Fierro no rompe con nadie. Solo toma el camino de en medio. En los primeros sesenta, retorna en su tierra, tocado por el viento de la vanguardias de los albores del siglo XX. Se hace un mundo propio, mientras la Barcelona estética se escinde entre el tradicionalismo y el rupturismo.

Aquella fue una batalla de posguerra. Él olvida la querella de los modernos en  Suiza, Francia, Grecia, Nueva York o Japón (más cerca de Kioto que de Tokio). A su regreso, comprueba que no se había equivocado. Las capillitas perturban y crean intereses para siempre. Expone en el Museo Reina Sofía de Atenas o el Museo Olímpico de Laussane y en un montón de galerías en los mejores años de aquellos atrayentes pequeños templos del arte, pagado a las fachadas d Consell de Cent o prehistóricamente unidos a las paredes de la Calle Petrixol. El dibujo, auténtica fruición de tantos pintores, le lleva a la mezcla de carbón, rojo y verde. En su casa del Penedès, rodeado de sus viñas y forrado de libros se ven las huellas colgadas en las paredes de su periplo urbano sin fin. Él también escribe- escribía a diario- o antes de tener dificultades en un ojo.

Su adiós no ha sido repentino; los que no le conocieron sabrán hoy que su herencia es armoniosa. Vives Fierro optó por las ciudades en un tiempo acosadas por los cataclismos del calor y la guerra. Eligió un camino sostenible entre el exceso y el éxito. No quiso ser un plañidero del óleo sobre tela, ante la composición fotográfica que lo puede todo.