Artes

Mal de hombros

26 junio, 2021 00:00

La semana pasada estuve con un amigo que estaba muy preocupado porque hacía una semana que le dolía el hombro y el dolor, en lugar de remitir, iba a más. “Es una mierda hacerse mayor”, me soltó con cara de pena. Y luego añadió, como si se acabara el mundo: “Voy a tener que empezar a hacer algo de deporte”. 

Mi amigo cumplirá 50 años en octubre y es uno de esos seres afortunados que mantiene un cuerpo atlético y una salud de roble sin haber hecho ejercicio en su vida, más allá de ir en bicicleta por la ciudad. No pude evitar reírme un poco de su catastrofismo: “si estás hecho un chaval”, le dije, señalando el chicle enganchado en su mesilla de noche.  “Alguien que hace eso sigue teniendo quince años, por dentro y por fuera”, me reí. Pero a él, obsesionado con que su lesión en el hombro marcaba el inicio de su declive físico, no le hizo mucha gracia.

Siempre he sentido un punto de envidia de la gente que tiene cuerpo de deportista y no lo aprovecha. ¡Lo que daría yo por un poco más de agilidad de brazos, flexibilidad de caderas o unos brazos musculados, que me hicieran invencible en el tenis! Pero no. Mi cuerpo siempre se ha resistido a acompañar a mi mente deportista y competitiva, y en lugar de eso me ha regalado varias tendinitis, una condromalacia en la rodilla izquierda, piernas pesadas, miopía por un tubo y varias cosas más, todo antes de cumplir los 40. 

A pesar de todo, sigo haciendo deporte. Hacer ejercicio --sea jugar al tenis, hacer una clase de aerobic o correr a dos por hora por el paseo de la playa-- ha sido una especie de salvación mental a lo largo de mi vida.  No hay nada igual a ese sentimiento de placer que se siente después de haber practicado deporte: “tu vida no está tan mal, tus problemas no son tan graves”, me suelo decir con la lengua fuera y la dopamina disparada después de haber hecho ejercicio, aunque lo único que haya hecho haya sido subir al castillo de Burriac y volver.

Esta semana, precisamente, he terminado de leer un cómic muy divertido donde la autora explora su estrecha relación con el ejercicio físico y su capacidad para aceptar que se hace mayor. Se llama The Secret to Superhuman Strength (El secreto de la fuerza superhumana), de Alison Bechdel, la autora del bestseller Fun Home. En este cómic, Bechdel, que acaba de cumplir 60, elabora una especie de memoria autobiográfica en la que repasa cómo la práctica de diferentes deportes (running, esquí, karate, yoga, escalada, bici, etc) la han mantenido cuerda y ayudado a superar los momentos más duros de su vida (el suicidio de su padre, la falta de afecto por parte de su madre, su obsesión por trabajar, la reafirmación de su homosexualidad, sus relaciones de pareja).

Una de las viñetas que más gracia me ha hecho --y que, por supuesto, envié a mi amigo-- refleja el momento en que Alison, a punto de cumplir 50, acude al médico por un dolor agudo en el hombro que no cesa. “Cuando ese invierno visité al doctor por lo de mi hombro, su diagnóstico parecía aplicable a toda mi vida:  

--Sí, está congelado. No hay mucho que hacer. Se pondrá bien en un año o dos. O no”.

En efecto, el hombro congelado, hombro rígido, llamado también “capsulitis adhesiva”, es una enfermedad que se caracteriza por la rigidez y dolor en la articulación del hombro, y es más frecuente que afecte a personas entre los 40 y 60 años. Mi amigo tenía razón, pues, al autodiagnosticarse que se está haciendo mayor. Pero, ¿qué más da, si al final lo que cuenta es seguir moviéndose?, se plantea Bechdel. A lo largo del libro, la autora busca paralelismos con personajes históricos que compartieran como ella una relación estrecha con la naturaleza y el ejercicio físico, desde poetas románticos y monjes budistas a poetas de la generación beat, como Jack Kerouac, o la protagonista de Sonrisas y Lágrimas, Maria, la joven monja austríaca que abandona el convento para convertirse en niñera de la familia Von Trapp.

“El amor de Maria por la naturaleza era auténtico”, recuerda Bechdel, en un episodio en que visita el hotel de montaña que fundó la familia Von Trapp en el estado de Vermont tras huir de los nazis y exiliarse en EEUU. Resulta que la familia Von Trapp estuvo haciendo una gira musical por Estados Unidos y se enamoró del paisaje montañoso de Vermont, tan parecido a su Austria natal. “De alguna manera, había tropezado con otra de mis fantasías infantiles. La canción que Julie Andrews canta al inicio de la peli”, dice Bechdel, con los esquís puestos, encarada a las montañas de Vermont. Me ha hecho ilusión saber que Bechdel es también una admiradora de Sonrisas y Lágrimas y de pequeña se sabía las letras de las canciones de memoria.

“Una montaña es uno de los símbolos más antiguos del yo”, observa Bechdel más adelante. Acaba de pegarse una paliza haciendo esquí nórdico, y al terminar, se plantea por qué todo ese sufrimiento físico:  “en ese momento entendí con claridad que no puedes reprimir el dolor y seguir esperando a sentir placer. Y que sentir dolor... comparado con el pavor gris de evitarlo, era en realidad algo parecido al goce”, dice, buscando paralelismo entre la vida y la muerte. “De hecho”, concluye, “el goce solo es posible porque la existencia de uno --todo esto-- va a acabarse. ¡Que tediosa vida de trabajo tendríamos sin la muerte!”