El Museo Thyssen se rinde ante el dogma del colonialismo
El centro artístico madrileño fuerza la revisión de sus colecciones para asignarle un sesgo colonial en una exposición plagada de tantas buenas intenciones como lugares comunes
1 agosto, 2024 15:33El Museo Thyssen-Bornemisza anda ocupado en enmendarse a sí mismo desde su propio genoma: sus colecciones de arte. Puede que sea una mutación temporal. O un inesperado reproche al gusto de la familia aristocrática centroeuropea que aglutinó este tesoro a lo largo del siglo XX. Pero, con total seguridad, se trata de una aventura compleja y polémica, afinada al tam-tam de Guillermo Solana, director artístico del centro, quien no ha podido, por mucho que lo ha intentado, desligar esta apuesta de su entrada en la política activa: cerró la lista de Sumar en las últimas elecciones europeas.
La exposición La memoria colonial en las colecciones Thyssen-Bornemisza plantea la relectura crítica de más de setenta obras, desde el siglo XVII hasta la actualidad. Por ahí avanza esta propuesta que asoma hasta el próximo 20 de octubre con el propósito de redefinir los fondos del museo en favor de un discurso de buenas intenciones, aunque delicado por asestarle a la Historia del Arte valores morales de última hora. Consiste en mostrar las historias invisibilizadas que hay en ellos, aun a riesgo de impugnar por completo el pasado, negándole cualquier zona de luz.
“Proponemos un análisis histórico desde perspectivas críticas con las narrativas occidentales, que ponen el acento en los procesos de ocupación de territorios, dominación de poblaciones y explotación de recursos”, explica el comisario de la muestra, Juan Ángel López-Manzanares, conservador del Museo Thyssen-Bornemisza, quien ha trabajado en este proyecto junto a colaboradores de dentro y fuera de la institución, como Alba Campo Rosillo, quien ya estuvo al frente de la muestra dedicada al escrutinio del arte americano que posee el centro madrileño, Andrea Pacheco González y Yeison F. García López.
A juicio de este equipo, “es más importante lo que las pinturas ocultan que lo que evidencian”, pero de lo expuesto se concluye algo que ya se sabe: que los hechos y las ideas siempre han proyectado su sombra sobre la superficie de los cuadros, convertidos también, en ocasiones, en un espacio político indisociable de los sueños, los deseos y las ambiciones de cada época. Cualquier obra de arte contiene, evidentemente, un trozo de mundo. Una estampa más ancha de la vida. Y, en ocasiones, también un exorcismo de lo más oscuro de la realidad.
La revisión, que alberga algunos hallazgos de interés a la hora de interpretar los cuadros, termina derrapando hacia el absurdo en el uso del lenguaje, a tenor de la indicación realizada por los comisarios en el catálogo. Justifican, por ejemplo, el uso de la expresión persona en régimen de esclavitud en lugar de esclavo para recalcar que “fue una imposición y no una condición natural de la persona” o el de africano por negro para terminar explicando que el empleo de este último término puede ser, a veces, “motivo de orgullo y reivindicación”.
En el plano puramente artístico, se han examinado obras de las dos colecciones más estrechamente vinculadas al centro –los fondos permanentes y los de Carmen Thyssen–, a las que han sumado piezas de la Fundación TBA21 Thyssen-Bornemisza Art Contemporary. Si las primeras ofrecen “una imagen eurocéntrica y, por lo general, indulgente hacia la colonialidad [sic]”, sostienen los comisarios, “las segundas aportan una mirada crítica, fruto de la reflexión sobre el colonialismo y sus legados por parte de los artistas del llamado Sur Global [sic]”.
A falta del Mata-Mua, uno de los grandes reclamos del Museo, cuya retirada temporal sirvió años atrás para forzar al Ministerio de Cultura a revisar al alza el alquiler para la permanencia de la colección Carmen Thyssen en Madrid a cambio del pago de 6,5 millones anuales, la exposición incluye dos obras de Paul Gauguin: la escultura Cabeza de muchacha (1893-1894) y el lienzo Idas y venidas, Martinica, pintado durante los meses junio a octubre de 1887, en los que el artista vivió en una cabaña de la isla caribeña.
Enmarcada entre esas dos obras, la exposición La memoria colonial en las colecciones Thyssen-Bornemisza trata de revisar en seis apartados temáticos las cuestiones principales del debate sobre la descolonización. Aborda así asuntos como el racismo, la esclavitud y la explotación laboral, la extracción de recursos naturales, la erotización de la mujer indígena, la representación del paisaje como nuevas arcadias y los ejercicios de resistencia y defensa de los derechos civiles.
Óleos de Picasso, Delacroix y un buen número de expresionistas alemanes (Otto Mueller, Ernst Ludwig Kirchner y Max Pechstein, entre otros) ilustran esta reflexión en torno a la huella colonial que arranca con una tela de cierto valor simbólico: la Vista de la Carrera de San Jerónimo y el Paseo del Prado con cortejo de carrozas, de Jan van Kessell III, que testimoniaría la presencia de africanos en el centro de Madrid en el siglo XVII a tenor de la figura del paje negro que aparece en el primer plano del cuadro.
Al igual que las naturalezas muertas conformadas por objetos procedentes de ultramar como lozas y cerámicas (Bodegón con cuenco chino, copa nautilo y otros objetos, de Willem Kalf) les sirven a los comisarios para ilustrar “la extracción y explotación de recursos naturales de las tierras ocupadas”, también se exhiben los trabajos de Antonio Guardi (Escena en el jardín de un serrallo, hacia 1743) y de Alfred Dehodencq (Un baile de gitanos en los jardines del Alcázar) para ejemplificar “el voyerismo que implica la mirada orientalista”.
Asimismo, cuelga el retrato del esclavista David Lyon, presentado con aires de dandi por Thomas Lawrence hacia 1825, a modo de representación de las grandes fortunas amasadas a la sombra del tráfico de personas, al tiempo que dos pequeñas acuarelas de Víctor Patricio Landaluze (Vendedor ambulante y Vendedora de frutas), ambas de la segunda mitad del siglo XIX, darían cuenta del estrecho vínculo de algunos empresarios españoles con la trata transatlántica y la explotación de mano de obra asiática.
Con todo, la gran estrella de la exposición es el lienzo de Frans Hals Grupo familiar en un paisaje, pintado entre 1645 y 1648. Los estudios han identificado a los personajes de la tela con Jacob Ruychaver, un alto responsable de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales, y su esposa Maria Hendrix, quienes están flanqueados por su hija Geertruid y su hijo Willem. Llama la atención cómo incorporado a esta familia pudiente, aunque situado ligeramente más al fondo, asoma un adolescente negro, que viste ropa modesta y porta una vara mientras mira fijamente al espectador.
Aunque en clave puramente estética, la interpretación de este tipo de retratos ha girado en torno a la paradoja de que la negrura ratifica la posición de dominio de los personajes principales, ratificando su brillo y belleza, Valika Smeulders, jefa del departamento de Historia del Rijksmuseum de Ámsterdam, señala en el estudio incluido en el catálogo que quien encargó esta pintura al maestro neerlandés podría estar abogando por “una mayor conciencia y compasión” hacia el joven de raza negra.