Los paisajes del alma de Caspar David Friedrich
La obra del pintor romántico por excelencia, de cuyo nacimiento se celebra el 250 aniversario con exposiciones en Europa y Estados Unidos, no ha perdido su misterio ni tampoco su capacidad para conmover al espectador actual
24 julio, 2024 15:17“Cierra los ojos de tu cuerpo para ver primero la imagen con el ojo espiritual. A continuación, muestra a la luz lo que has visto en la oscuridad, para que llegue a los demás, desde el exterior hacia el interior” dejó escrito el pintor romántico Caspar David Friedrich (1774-1840), cuyos paisajes de apariencia minuciosamente realista son en realidad paisajes del alma. Su peso en la historia del arte ha sido fluctuante: en vida llegó a triunfar, aunque tuvo siempre sus detractores.
Cuando falleció era un artista considerado caduco, ya superado y ajeno al gusto de los nuevos tiempos. Pasó décadas en el olvido, hasta que una gran exposición en la Alte Nationalgalerie berlinesa en 1906 inició su redescubrimiento. Hoy sus magnéticos paisajes -con algo de escena cinematográfica- nos interpelan por motivos muy diferentes a los que despertaban el interés de sus coetáneos. Cada época ha hecho su lectura de Friedrich, entre otras cosas porque sus enigmáticos lienzos dan pie a interpretaciones muy diversas y en algunos casos incluso contradictorias. ¿Son cantos a la esperanza y a la fe redentora o desgarradas visiones de la soledad y el dolor del ser humano frente a lo inabarcable? ¿Transmiten serenidad o pathos?
Este año en que se celebra el 250 aniversario de su nacimiento Alemania le ha dedicado varias exposiciones: en Hamburgo, en Dresde y -la más importante- en la Alte Nationalgalerie de Berlín. A principios de 2025 concluirán las celebraciones en el Metropolitan de Nueva York, con la primera muestra monográfica dedicada al pintor en suelo estadounidense.
Nacido en la región de Pomerania, Friedrich pasó toda su vida adulta en Dresde. Quienes gusten de establecer vínculos entre la biografía del artista y sus obras deben saber que en su infancia sufrió varias pérdidas de familiares y una de ellas le generó un especial impacto psicológico: mientras patinaba sobre un lago helado, la capa de hielo se quebró y el niño Caspar David se hundió; uno de sus hermanos acudió en su ayuda y logró rescatarlo, pero fue su salvador quien acabó falleciendo ahogado. A lo largo de su vida sufrió depresiones y hasta un intento de suicido.
Su carrera artística estuvo repleta de altibajos y sufrió la ofensa de ver cómo se le negaba un puesto de profesor en la academia de bellas artes de la ciudad que merecía. Acaso estas vivencias puedan rastrearse como germen de sus melancólicos paisajes, pero poco aportan a la valoración de su magnitud artística. Friedrich es el único pintor romántico alemán capaz de conmover a un espectador actual (como Füssli, Turner, Géricault o Goya). El otro gran artista germano del periodo, Philipp Otto Runge, al igual que el grupo de los Nazarenos, ha quedado relegado al disfrute de los especialistas. En cambio, por parafrasear a Jan Kott, Friedrich es nuestro contemporáneo.
Sus lienzos tenían en su día una lectura primordialmente religiosa (venía de una familia protestante muy devota y sus paisajes son alegorías) y también patriótica (eran tiempos de invasiones napoleónicas). Además, en algunos casos tienen una lectura íntima (hay cuadros en los que aparecen retratados él o personas de su entorno familiar, como su esposa). El primer cuadro que le proporcionó celebridad, cuando contaba solo veinticuatro años, fue La cruz en la montaña, un paisaje crepuscular del que emergen tres haces de luz símbolo de la esperanza y la fe, con un cristo en la cruz en lo alto de una montaña.
Esta dimensión religiosa es también diáfana en lienzos como el pequeño Paisaje de invierno que puede contemplarse en la National Gallery de Londres: en un sobrecogedor paraje nevado, protegido por unos abetos, un tullido de tamaño diminuto reza apoyado en una piedra, con las muletas en el suelo. Al fondo emerge entre la bruma una catedral gótica -cuya silueta replica la de los árboles-, símbolo de la fe y la resurrección.
Sii su obra pervive como algo más que mera arqueología cultural de tiempos pretéritos es por cómo plasma visualmente la dimensión romántica de lo sublime en el sentido moderno que dieron al término Burke y Kant. Lo sublime como algo más allá de lo bello, tan apabullante que nos sobrecoge e incluso nos aterra (“Porque lo bello no es / más que el comienzo de lo terrible, justo lo que todavía podemos soportar” escribió mucho después Rilke, heredero del romanticismo, en la primera elegía).
Las figuras humanas de los paisajes de Friedrich, siempre de espaldas, contemplan la majestuosidad inasible de la Naturaleza. “El arte es un mediador entre la Naturaleza y la humanidad. El original es demasiado magnífico, demasiado sublime para que la gente lo pueda digerir”, dejó anotado el pintor. Pequeñas figuras humanas contemplan el horizonte, rendidas a la magnificencia de amaneceres y ocasos, montañas y mares. “Así, en esta / inmensidad se anega el pensar mío, / y el naufragar en este mar me es dulce”, escribe Leopardi en El infinito.
La contemplación del infinito la representan en los cuadros de Friedrich estas figuras sin rostro (los alemanes tienen una palabra para referirse a ellas: Rückenfiguren), como en la obra más célebre del pintor, El paseante entre las nubes, uno de los emblemas del romanticismo. La Rückenfigur es recurrente en la pintura -las hay en Vermeer y Carl Gustav Carus, en Corot, y Caillebotte, incluso en Hopper o Wyeth- pero ningún artista les ha dado la dimensión trascendental que les otorga Friedrich. El otro artista en el que son recurrentes es exquisito pintor danés Vilhelm Hammersøi, cuyas figuras femeninas de espaldas aparecen en interiores burgueses representando la intimidad, la serenidad y la soledad.
En Friedrich -y en buena parte de la pintura romántica- la figura humana tiene menos relevancia que el sublime paisaje. Esto lo lleva a su máxima radicalidad en El mar de hielo o el naufragio del Esperanza, sobre todo si lo comparamos con el más célebre naufragio de la historia del arte, La balsa de La Medusa de Géricault. Este pone en el centro de su obra el sufrimiento y la esperanza de los seres humanos, mientras que en el cuadro del alemán el hielo es el protagonista absoluto y solo fijándonos atisbamos un pequeño trozo del casco del barco hundiéndose, ultimo vestigio humano devorado por la fuerza implacable de la Naturaleza.
Los paisajes de Friedrich presentan un catálogo visual de los motivos recurrentes del romanticismo: albas y crespúsculos cargados de dramatismo como en Mujer frente a la puesta de sol; espectrales noches como en Hombre y mujer contemplado la luna; ruinas como las de Abadía en el robledal; vistas de la costa y el horizonte como en La luna sobre el mar. Entre los cuadros con el mar como fondo hay dos que tienen un claro componente autobiográfico añadido a su dimensión alegórica: Los acantilados blancos de Rügen corresponde a la luna de miel del pintor recién casado y dos de las tres figuras que aparecen son Friedrich y su esposa, y en Las etapas de la vida aparece él con varios familiares -incluidas sus hijas- que representan las distintas edades del ser humano. Ya anciano, el artista se dispone a despedirse de la existencia terrenal.
Aunque en sus viajes dibujaba bocetos, Friedrich -como todos los artistas de su época- pintaba en el taller; la pintura au plein air no llegará hasta la escuela de Barbizon y los impresionistas. Pese a la apariencia minuciosamente realista, sus paisajes son composiciones inventadas, incluso cuando hay referencias geográficas muy precisas, como en el caso del pico nevado de El Watzmann, que presenta una perspectiva que no existe.
Su mirada sobre la Naturaleza está conectada con las tormentas de Turner, con la obra del noruego Johan Christian Dahl y con la de algunos de los pioneros del paisajismo norteamericano como Frederic Church y Albert Bierstadt. Pero ninguno de ellos lleva tan lejos la dimensión simbólica y alegórica, y la plasmación de lo sublime y la melancolía, ese desgarro del minúsculo ser humano ante la inmensidad del cosmos.
Hay además un aspecto plástico que permite leer al artista alemán como un precursor de la abstracción. En los años setenta del pasado siglo, el crítico neoyorquino Robert Rosenblum estableció un sugestivo vínculo entre Friedrich y Rothko. Se basaba en el lienzo del primero que hace un uso más radical del espacio vacío: Monje contemplando el mar, en el que la oscura figura humana parece fundirse con la playa, el mar y el horizonte hasta casi diluirse.
El resultado es casi abstracto, con tres campos de color -playa, mar y cielo- como los de Rothko. Friedrich anticipa la abstracción en la misma senda que las tormentas de Turner y después los nenúfares de Monet. Caspar David Friedrich ha trascendido su época y con su obra dialogan artistas tan variopintos como Gerhard Richter, Olafur Eliasson o el fotógrafo japonés Hiroshi Sugimoto en su serie de horizontes marinos.