Un Hamlet octogenario
La versión cinematográfica de Sean Mathias sobre la gran tragedia shakespereana, que podrá verse este septiembre en Filmin, cplantea un enfoque transgénero y multirracial que evita el resentimiento para dejarse arrastrar por el torbellino de los clásicos
12 agosto, 2024 17:13The play’s the thing / Wherein I’ll catch the consciousness of the King. Este mes de julio se pudo ver en Palma, durante el maravilloso Festival Atlántida, la adaptación cinematográfica que Sean Mathias ha hecho de Hamlet, versión a su vez del montaje teatral que el mismo director estrenó en 2021 en el Theatre Royal de Windsor con un Ian McKellen que con más de ochenta años volvía a ponerse en la piel del príncipe de Dinamarca por primera vez desde 1971. La película podrá volver a verse este próximo mes de septiembre en Filmin.
En su adaptación, desconcertante y polémica, Sean Mathias ha llevado al extremo el desafío imaginativo de Shakespeare contenido en los célebres versos que citábamos al principio. Aquí, efectivamente, la obra es el medio por el que se captura la conciencia. En muchos sentidos, esta versión resulta especialmente incitante e iluminadora para el público de nuestro tiempo. La elección de un octogenario McKellen constituye, para empezar, un feliz acierto, pues evidencia de una forma muy inteligente uno de los problemas históricos del papel. Sí, el príncipe heredero es un joven, pero ¿qué edad tiene en realidad? Si atendemos al texto, al principio, como estudiante de Wittenberg, no puede contar más de dieciséis o diecisiete años, pero en el último acto, por lo que se deduce de la conversación de los enterradores, ha rebasado ya la treintena. El anacronismo no se trata, en ningún caso, de un lapsus calami por parte del autor.
Shakespeare pertenece a una era anterior a las leyes de la verosimilitud que impuso el realismo novelístico del XIX, una estética que en muchos aspectos adulteró la representación moderna de su obra. El mal llamado realismo fue en su día una conquista pero luego supuso una limitación. Entre el primer y el último acto de Hamlet se opera una transformación radical. Al principio, la corte de Elsinor vive aún en el viejo mundo mágico de la Inglaterra católica, con fantasmas que penan en el purgatorio –un ámbito escatológico que la Reforma suprimió–, pero al final las apariciones son ya imposibles, sustituidas por tumbas, gusanos y epitafios. La nueva era de la fría racionalidad protestante ha vencido y el propio Hamlet habla ya otro idioma. El entierro de Ofelia es en el fondo la ceremonia de despedida de la merry England que encarnaban el bufón Yorick o el crápula de Sir John Falstaff.
El público isabelino no tenía ningún problema en aceptar ese tipo de licencias, puesto que su imaginación aún no había sido confinada en los márgenes de lo real, que es siempre una convención. Por otra parte, más allá de la edad que pueda tener, Hamlet representa sobre todo una identidad vacante. Su función consiste en rechazar, una y otra vez, las imposiciones del destino, oponiéndoles la manifestación de su carácter. Sus monólogos no son sino los desvíos inútiles y a la postre estériles del curso del argumento. Incluso el mandato implícito del padre de vengar su asesinato es postergado una y otra vez en favor de la efusión incontinente de su conciencia, que parlotea sin cesar en contra de la acción y la ética heroica.
Como observó Auden, Hamlet es alguien que está constantemente actuando, por eso es un personaje tan difícil de interpretar. Un actor puede representar a cualquiera salvo a sí mismo. De ahí que la elección de McKellen sea tan acertada. ¿A quién reconoce hoy en día el público cuando ve a Ian McKellen? A un actor. Podríamos arriesgarnos a afirmar incluso que se trata del primer Hamlet real, pues su soberbia interpretación muestra las capas y capas de las que está hecho el personaje, en cuya mente escindida se oyen ecos de Hal y Falstaff, de Ricardo II y Bolingbroke, de Bruto y Casio. Más que un individuo, Hamlet es sobre todo un estado extremo de la conciencia, de ahí que su edad sea algo relativamente secundario.
A todo ello contribuye otra inteligente decisión por parte del director. La película transcurre íntegramente en el teatro de Windsor, desde las azoteas a los baños, los camerinos y los pasillos. La película empieza con Ian McKellen en el exterior del teatro, dando vueltas al edificio, tratando de entrar y ser incluido. Su rostro asomado a una pequeña ventana acaba apareciendo luego en una pequeña pantalla, señal de que se ha operado el tránsito. ¿Qué puede hacer el cine por Shakespeare? Lejos de limitarse a darnos una grabación de un montaje teatral, Sean Mathias pone todos los recursos cinematográficos al servicio del espíritu escénico de la tragedia. The play’s the thing indeed.
Muchas obras de Shakespeare, como sabemos, contienen otra obra interna y sus personajes terminan convirtiéndose en dramaturgos, como el propio Hamlet cuando dirige y adapta La ratonera. El truco le sirve a Shakespeare para dramatizar el traspaso de poderes entre la vieja religión teocéntrica y la nueva magia humana emancipada del orden medieval. Ver a McKellen recorriendo todos los espacios del edificio mientras va recitando su poema ilimitado contribuye a afianzar esa dimensión metateatral de todo Shakeaspeare, recordándonos hasta qué punto pertenecemos aún a ese nuevo mundo que él nos descubrió en el escenario.
Pero aún hay más desafíos. El casting de la película obedece a las habituales cuotas de género y etnia con las que ya estamos familiarizados. El fantasma del viejo padre está protagonizado por una mujer y Laertes es una chica de color. Pero aquí la ruptura de la convención acaba siendo convincente y beneficiosa. Desde hace ya mucho tiempo el canon occidental, con Shakespeare a la cabeza, ha sido objeto de una impugnación por parte de los estudios culturales que han visto en él un producto del colonialismo y la exclusión, negándose a aceptar su influencia y su autoridad. Pero esa lectura, entre otras cosas, no hace sino constreñir la imaginación de autores como Shakespeare o Cervantes dentro de unos límites modernos que desvirtúan la ambición original. En la Inglaterra isabelina, por ejemplo, los papeles femeninos, a falta de actrices, eran interpretados por los llamados boy actors, adolescentes disfrazados de mujer. La circunstancia fue aprovechada por Shakespeare para subvertir las clásicas identidades sexuales y proponer, como hace en Como gustéis, su más alta comedia, una nueva formulación de la experiencia amorosa hoy más vigente que nunca.
La diatriba anticanónica se basa a menudo en criterios heredados del imperio de la verosimilitud propio de la estética del XIX pero que en el fondo nada tienen que ver con la revolución en todos los ámbitos que Shakespeare desató en su obra. Esta versión transgénero y multirracial de Hamlet es en ese sentido ejemplar por cuanto demuestra que, en lugar de volver resentida la espalda al canon, la nueva sociedad, si de verdad quiere trascender y perdurar, debe dejarse arrastrar por el torbellino de los clásicos, insuflando a su vez nueva sangre a los fantasmas. Shakespeare creó un magma verbal capaz de llenar la vasija de cualquier tipología humana. Ignorar la profundidad y el poder de esa herramienta equivale a un suicidio moral y político. En cambio, este Hamlet inverosímil y sin embargo mucho más verdadero que tantas adaptaciones de cartón piedra demuestra que Shakespeare, como ya dijo Emily Dickinson, sigue siendo nuestro futuro.