La descolonización (de los museos) y la pereza mental
Rediseñar las colecciones de los centros culturales pensando en los colectivos y las identidades en lugar de en las personas equivale a contribuir a asentar doctrinas infundadas
8 agosto, 2024 19:00El pensador moderno, como Julio César en la famosa batalla, espera a ver qué idea lleva las de ganar en la escala de las consideradas más progresistas antes de lanzarse raudo en su ayuda. El mismo proceso, repetido muchas veces sin el concurso del pensamiento propiamente dicho, produce ideas que no son ideas, sino creencias, y por lo general muy poco progresistas. Mientras la anglosfera abomina a diario del imperialismo, resulta que ha vuelto a colonizar el planeta con esta peculiar forma de irreflexión que es la política identitaria, salida directamente de la Ivy League.
El politólogo Yasha Mounk, en su libro The Identity Trap (Penguin Press, 2023), explica cómo un hilo argumental que partió de autores serios terminó haciéndose un lío en la refriega política diaria. Michel Foucault –nos cuenta– creía que hasta la resistencia al poder, si tiene éxito, se torna a su vez opresión. Pero, además, dejó a sus seguidores activistas un segundo problema. Al rechazar las grandes narrativas, no solo se volvía contra cualquier verdad objetiva, sino también contra las etiquetas identitarias como mujeres, proletarios y masas del Tercer Mundo.
Las generalizaciones le parecían crear la falsa ilusión de que individuos muy diferentes comparten algún conjunto esencial de características. Después, la filósofa india Gayatri Spivak —que al final renegó con mucha lucidez de su idea al ver los efectos del esencialismo—, propuso abrazar las identidades en la práctica, por ser “estratégicamente útiles”, aunque sospechase de ellas en teoría. Los propios activistas, aunque reconocen que la raza, el género o la discapacidad son constructos sociales, no han dudado en convertirlos en el centro de su lucha.
Añadamos el interés por vincular el trato que dispensan las administraciones públicas al grupo de pertenencia y la pretendida imposibilidad de entendernos entre nosotros cuando la intersección de identidades no coincide —igual que si viniésemos de especies diferentes—, y sabremos cómo se terminó de enredar la madeja. Hoy, rasgos tan epiteliales como el mismo epitelio, que no deberían definir a la persona, lo deciden todo en su lugar por una metonimia bastante azarosa.
La nueva ideología le está costando además a la izquierda tradicional, de la que difiere radicalmente, una buena parte de su crédito. Cómo es posible resistir la ola iliberal del polo contrario, se pregunta Mounk, oponiendo el porque yo lo valgo de las identidades propias al de las ajenas, al tiempo que se le da oxígeno a base de políticas deficientes e impopulares.
Podríamos concluir que el posmodernismo malinterpretó el hecho de que el conocimiento sea un proceso y no un resultado. Dedujeron que los resultados no existen, en forma de objetividad científica o principios universales, y han dividido a la gente en categorías sin razón ni convicción. Aplicado a los museos: rediseñar las colecciones pensando en colectivos y no en personas equivale a despeñarnos por todos y cada uno de los saltos lógicos descritos.
La filósofa estadounidense Susan Neiman, en Izquierda no es woke (Debate, 2024), defiende que, colapsada la URSS, la única vía de ataque a la democracia liberal consistió en remplazar con nuevos tribalismos el universalismo ilustrado. El mismo que nos había procurado las herramientas críticas para impugnar todo impulso etnocéntrico, empezando por el europeo. De hecho, cualquier reivindicación moral en la que pensemos suele contener como primer elemento alguna idea de humanidad común.
A la pregunta posmoderna sobre la imposición que supone trasladar ese concepto a otras culturas, Neiman deja que responda el profesor ghanés de ciencias políticas Ato Sekyi-Otu: “No es ninguna imposición, hacemos lo mismo en nuestras lenguas vernáculas todo el tiempo. (…) Reconozcámosle el mérito a Europa por dar expresión formal e institucional a intuiciones y sueños que comparte toda la humanidad, pero sin cederle los derechos de propiedad exclusivos”. Esa es la verdadera descolonización, ni más ni menos. Patentes abiertas, pero de ideas que funcionen.
Olúfẹ́mi O. Táíwò es un profesor de filosofía de Georgetown al que nadie puede acusar —ni un poco— de conservador. Táíwò abunda, en Against Decolonisation (Hurst, 2022), en la confusión entre modernidad y colonialismo. La descolonización, opina, sofoca el pensamiento africano al negarle su autonomía y socava las bases de una sociedad global. A sus ojos, el movimiento descolonizador actúa contra su propia causa porque desprecia, infantiliza e impone valores a los pensadores africanos contemporáneos, en lugar de respetar sus adaptaciones e innovaciones a partir de las ideas que siempre han visto como universalmente relevantes.
Doug Stokes, uno de los más reputados académicos en el campo de las relaciones internacionales, tiene otro ensayo reciente del mismo título, publicado por Wiley John en 2023. Con minuciosidad forense Stokes prueba que nuestras sociedades occidentales, y en particular la británica, objeto del estudio, se cuentan entre las más abiertas que se han conocido. Colocar un racismo sistémico en el origen de toda aportación europea es un síntoma del peligroso estrechamiento de nuestro horizonte intelectual. Precisamente, la crítica más acerba del autor se dirige al sacrificio del debate en el altar de las doctrinas infundadas, como si el propio pensamiento político, de la manera que lo entendemos —o lo hemos entendido hasta ahora—, fuese posible sin la fase de someterlo a crítica y contrastarlo con el mundo real.
No hay que equivocarse, en definitiva, por la vía de las buenas intenciones. Una cosa es el trabajo que ya se hace de atribuir la propiedad de objetos e interpretar las colecciones de acuerdo con mejores criterios. Otra muy diferente, rebobinar la historia, por desidias y errores propios de la ideología, hacia pasados que solo pueden ser ideales en la mente de los descolonizadores. Los gestores culturales son responsables de evitar casos como el de las valiosas piezas devueltas por Alemania a Nigeria, en teoría para un centro público, pero finalmente en manos de Ewuare II, oba o rey de Benin y tradicional líder de los Edo, que crearon sus famosos bronces con las ganancias del tráfico de esclavos. Sustraer tesoros al acceso público, reordenarlos con criterios autoparódicos —como el de los iberos colonizadores— y redactar cartelas condescendientes de puro didácticas no es descolonización, es pereza mental.
La editorial francesa de Susan Neiman ha decidido no publicar su libro por un motivo que refleja bien el momento que vivimos: “No dar alas a la derecha”. ¡Ah, ese argumento nos suena! Se trata de ser progresista sin responsabilizarse de pensar el progresismo, ni preocuparse de que cualquier conexión de sus nuevos postulados con la realidad sea pura coincidencia. A ver qué nos depara la lotería de las ideas, tal como sale del bombo de las necesidades políticas inmediatas. Al fin y al cabo, mientras las lealtades sean las buenas y la estrategia funcione en las urnas, ¿qué puede salir mal?