El arte primitivo que encandiló a Picasso
El Centro Botín de Santander explora a través de 200 piezas la influencia de la civilización íbera en la confección del cubismo a cargo del artista malagueño
24 junio, 2021 00:00Iban las vanguardias con su bocina despertando gente, alumbrando cosas nuevas, derrapando a las puertas de las academias cuando aquella animosa tropa echó la vista atrás y encontró en el primitivismo la inspiración para fundar un tiempo nuevo. El arte íbero, releído en los primeros compases del siglo XX, era parte de ese moderno impulso hacia adelante. A la cabeza de ese pelotón iba Picasso, quien rodaba entonces por la vida como el que apura cada noche el último azucarillo de absenta, levantando cosmos, apurando raíces, desacralizando tradiciones como un hereje con sístole de genio.
De Barcelona a París, instalado en el territorio apache de Montmartre, el malagueño devoraba todo lo que estaba cerca ‒y lo que no, también‒; su metabolismo asimilaba la pintura disparando sin diana: retratos, carteles, paisajes, influencias de todo pelaje, de Toulouse-Lautrec a Matisse, acaso el único pintor contemporáneo que, de verdad, le interesó. Podría decirse que, entonces, al artista no le importaba lo que existía, sino lo que podía existir e iba vislumbrando como un desayuno heroico. “Repetirse es ir contra las leyes del espíritu, contra su fuga hacia delante”, dijo en alguna ocasión.
Vitrina con bustos ibéricos del siglo VI a. C, en el Centro Botín / BELÉN DE BENITO
Lo que Picasso tocaba, por tanto, lo incorporaba a esa sintaxis por estrenar del arte. Ocurrió así con las esculturas íberas –la dama oferente y las cabezas votivas del Cerro de los Santos de Albacete, principalmente– que descubrió a inicios de 1906 en la sala de antigüedades orientales del Louvre. La sencillez, la desproporción y el hieratismo de las formas en piedra creadas por los pueblos que habitaron la Península Ibérica entre los siglos VI y I antes de Cristo estuvieron en la semilla de una nueva plástica que él sostendría entre hachazos de pintura y luz, el cubismo, con su festival de ángulos.
Hasta llegar al instante fundacional del movimiento con Las demoiselles d’Avinyó (1907), Picasso injertó las primeras referencias del mundo íbero en sus trabajos simplificando el trazo, empleando formas y colores básicos y reemplazando los rasgos individuales del rostro por un antifaz de facciones casi abstractas. Toda esa deriva creativa está cifrada, de forma rotunda, en su poderoso Autorretrato con paleta (1906), hoy en manos del Museo de Arte de Filadelfia. El artista asoma allí, por primera vez, con el cuerpo arquitectónico, los ojos como antorchas y la cabeza a modo de máscara.
Una visitante pasea por las salas de la exposición Picasso Íbero / BELÉN DE BENITO
A este momento se asoma el Centro Botín de Santander en una exposición poderosa: Picasso Íbero, abierta hasta el 12 de septiembre y de la que es comisaria Cécile Godefroy. La muestra reúne más de dos centenares de obras, entre ellas importantes préstamos del Musée National Picasso-París, el Centre Pompidou y el Museo Arqueológico Nacional. Pero hay más. No sólo se trata del bulto del conjunto, sino de la secuencia de lo que todas las piezas dispuestas vienen a contar: uno de los frentes de la aventura del genio, la fuerza de su alquimia, espoleada como un viaje en combustión y sin destino.
Así, la exhibición de las obras picassianas junto a sus referentes íberos proporciona las claves para entender cómo el pintor malagueño incorporó estos elementos formales y temáticos de un arte arcaico, elaborado en la segunda mitad del primer milenio antes de Cristo, al torbellino creativo que le llevó a voltear los códigos artísticos del siglo XX. Si todo ocurrió a gran velocidad –en apenas año y medio: desde los comienzos de 1906 hasta el verano de 1907–, esa fiebre radicalmente nueva le aguantó a Picasso hasta el final de sus días, tal como se descubre en el lienzo Jacqueline au chapeau de paille (1962).
La exposición Picasso Ïbero combina las piezas arqueológicas con la obra del pintor / BELÉN DE BENITO
Confeccionada a lo largo de tres secciones, la exposición Picasso Ibero se adentra en una primera etapa en los rasgos generales de este arte primitivo originario del Sur y el Levante español a través de sus ritos, su cultura y sus esculturas policromadas. En la segunda se presenta el iberismo del pintor malagueño, plasmado en los autorretratos y, sobre todo, en el lienzo Mujer de manos agarradas (1906). En el tercero de los movimientos sobresalen los exvotos picassianos (toros, rostros y cabezas) fechados con posterioridad a 1908 que entran en conexión con las piezas y relieves íberos.
De este modo, el pintor parece que volvió a mirar al arte íbero a finales de la década de los veinte en los lienzos Le Minotaure y Le Baiser, así como en la excepcional escultura de los años treinta también titulada Le Baiser. Sucede igual con los exvotos picassianos representados por Mujer con una naranja (1934) y Mujer con un jarrón (1935), todas ellas en deuda con la dama oferente del Cerro de los Santos. A su vez, se exhibe una copia en yeso de la Dama de Elche, pieza fundamental de la arqueología española, a la que Picasso, por cierto, no le hizo mucho caso porque la juzgaba “demasiado clásica”.
Una mujer observa la serie El toro de Pablo Picasso / BELÉN DE BENITO
Junto a esta travesía artística, la propuesta arroja luz a un extravagante episodio ocurrido en torno a la obsesión de Picasso por el mundo íbero. Dos piezas, una cabeza masculina y otra femenina, fueron robadas del Louvre en 1907 por el estafador Géry Pieret, quien se las vendió por 50 francos al pintor, ocultándolas éste en el armario de su estudio hasta que las devolvió al museo en 1911. Según desvela en sus memorias Fernande Olivier, la amante del artista, siempre le pareció sospechoso que las ocultara junto a los calcetines cuando el resto de esculturas estaban a la vista por todo el taller.
Tras su detención, Géry Pieret, que ejercía también como asistente del poeta Guillaume Apollinaire –quien pasó en prisión seis días por los mismos hechos–, explicó que los bustos sustraídos ante la deficiente seguridad del museo parisino se los había vendido a unos amigos, uno de ellos artista. Lo relató así: “El pintor me dio algo de dinero, cincuenta francos que perdí esa misma noche jugando al billar. Qué importa, me dije, aún queda todo el arte fenicio. Al día siguiente, me llevé una cabeza masculina de enormes orejas, un detalle que realmente me sedujo”.