Rafael Sanzio, perfección y exceso
La revisión del maestro de Urbino en el quinto centenario de su muerte refuerza su condición de artista total como pintor, escultor, arquitecto y arqueólogo
25 julio, 2020 00:10El Renacimiento tiene mucho de all-star de la pintura. Aquel sobresalto alimentó un tiempo nuevo que dejaba atrás la aridez de la Edad Media para entrar en un torbellino que acabaría por renovar normas, formas y protocolos. Si bien tuvo otras cumbres, conviene reconocer que Rafael Sanzio (Urbino, 1483-Roma, 1520) le dio unas alas más anchas; hizo más armónico el vuelo. A él le bastaron poco más de 37 años para levantar una obra delicada, apasionante, de fino gusto, que lo transportó hasta la extraña galaxia de los mitos del arte. Al morir a causa de unas fiebres contraídas “al excederse en el placer amoroso” con su amante, su leyenda resultaba incalculable, superior a la de Leonardo y Miguel Ángel. Él puso en marcha el taller más importante de Italia en el siglo XVI, con más de cincuenta colaboradores. Y a su entierro acudieron más de un centenar de artistas con antorchas en las manos.
Para medir con exactitud su calibre artístico, conviene imaginarlo armado con el pincel en lo alto de un andamio para rematar la caída de una túnica. O en llamas ante la pared preparada para pintar al fresco. O sumido en el diseño de la decoración de las estancias vaticanas que acabarían por conocerse con su nombre. Todo ocurrió en el Vaticano antes de ser el Vaticano. Con Miguel Ángel y Rafael dentro. Oportunamente entregados al lento trajín de sus rotundos genios. Confeccionando, cada uno a su modo, la hermosura. Fue un combate abierto con su dosis de intriga y juego sucio, que tuvo su clímax cuando el artista de Urbino se coló en la Capilla Sixtina aprovechando la salida de su rival en un descanso durante el trabajo para decorar la bóveda de la sala. La visita clandestina tuvo su eco en esa desacostumbrada monumentalidad que exhiben las figuras de las Virtudes representadas en la Estancia de la Signatura.
En aquel ring de lujo y crucificados de dolorosa belleza, Rafael acabó por ganar el asalto definitivo, al menos hasta la primera mitad del siglo XX, cuando las vanguardias irrumpieron con el firme propósito de sepultar cualquier rastro de clasicismo. Así, el maestro de Urbino deslumbró allí a dos Papas: Julio II y León X. Del primero recibió el encargo de dar forma a sus estancias privadas con un repertorio de frescos prodigiosos, nacidos de la pasión, del talento y de la concentración de celo y desprecio hacia los otros pintores. El segundo confirmó el reinado de Rafaello: junto a su frenética actividad como pintor, escultor y diseñador de conjuntos decorativos (los tapices sobre la vida de los apóstoles Pedro y Pablo para la Capilla Sixtina, los más sobresalientes), le endosó labores de arquitecto y de arqueólogo, conquistando un lugar entre los creadores más experimentales, polifacéticos e influyentes de todos los tiempos.
En el siglo XVI, la onda expansiva del genio se dejó sentir con más fuerza en la pintura mural, mientras que en la centuria siguiente fueron sus óleos los más ensalzados y los que tuvieron una mayor repercusión. La Sagrada Familia con San Juanito del Museo del Prado, el cuadro que el rey Felipe IV calificó como “la perla” de su colección, es una buena muestra de ello, pero hay otros ejemplos, como la Transfiguración, que Nicolás Poussin consideraba una de las mejores obras del mundo, o el retrato de Baldassare Castiglione, que mereció copias de Rubens y Rembrandt. Subido a la extravagancia de su bigote, Salvador Dalí siempre admiró al pintor de Urbino: “Había dejado crecer mi cabello y lo llevaba largo como el de una niña y, mirándome al espejo, adoptaba con frecuencia la postura y el melancólico aspecto de Rafael, a quien habría querido parecerme lo más posible”, reconoce en su autobiografía.
Pero antes de todo aquello, del éxito fulgurante de Rafael da cuenta la aparición en fecha temprana de las biografías de Paolo Giovio (1525) y Giorgio Vasari (1550). Ambos coinciden en otorgarle una infancia bien acolchada –era hijo de Giovanni Santi, poeta y pintor en la corte de los Montefeltro en Urbino–, un don de gentes con voltios de sobra y un rabioso talento alimentado en el taller de Perugino, cuya influencia se adivina en los primeros trabajos, teñidos también por el gusto hacia la antigüedad clásica y los modelos de la Europa del Norte. Al tiempo que remata Los desposorios de la Virgen (1504) para la capilla de la familia Albizzini, el artista pone rumbo a Florencia, el lugar donde estaba sucediendo lo nuevo. Instalado en aquella ciudad rugiente, llega a tiempo para estudiar los dibujos que Leonardo y Miguel Ángel habían preparado sobre las batallas de Anghiari y de Cascina para el Salón del Quinientos del Palazzo Vecchio.
El retrato del Papa Julio II, procedente de la National Gallery de Londres, en la exposición
Luego, arrastrando modales de niño prodigio, Rafael hace pie con apenas veinticinco años en Roma. A partir de entonces, su fama se dispara y le llueven los encargos que atiende a través de un taller razonablemente estable y con la versatilidad suficiente para ocuparse de proyectos de muy variado pelaje. Así, en su jurisdicción tiene medio centenar de discípulos encargados de pintar la naturaleza, las figuras, los ropajes, junto a diseñadores, estampadores, arquitectos... Como muestra del afecto que tenía por sus colaboradores, el artista deja por escrito en su testamento que los cinco mil ducados que poseía en efectivo se repartiera entre los más próximos auxiliares, al tiempo que designaba a los dos más sobresalientes, Giulio Romano y Gianfrancesco Penni, como sus sucesores artísticos y, por tanto, herederos conjuntos de sus encargos, sus contratos y su factoría, incluido el estocaje de pinturas inacabadas.
Buena parte de la actualidad artística de Rafael a lo largo del tiempo se explica por la extraordinaria calidad de su pintura de caballete –donde emplea recursos técnicos muy novedosos y de gran resonancia posterior–, por la difusión que tuvieron sus motivos visuales a causa de su actividad como diseñador de tapices y grabador, y por los métodos de su taller, vigentes entre sus más cercanos seguidores y en los descendientes de éstos hasta servir de modelo a las grandes empresas artísticas del siglo XVII, firmadas por Pietro da Cortona, Bernini y Rubens.
La Sagrada Familia pequeña, de Giulio Romano, en la exposición del Museo del Prado El último Rafael (2012)
Esa última razón es la que ha convertido la producción del maestro en su periodo romano en un complejo rompecabezas que ha ocupado a expertos durante años para arrojar luz sobre su cronología y sobre su desconcertante variedad, justificada en parte porque él nunca trabajaba solo. Cabe destacar, en este apartado, las aportaciones del Museo del Prado y el Musée du Louvre en la exposición El último Rafael (2012), que vinieron a poner en claro los siete años finales de su vida: desde la elección del cardenal Giovanni de Médicis como pontífice de la Iglesia –León X– hasta su muerte.
Ahora, más allá de la pirotecnia de un centenario apagada por la crisis sanitaria del Covid-19, la exposición Rafaello 1520-1483 ha permitido conocer aún más el engranaje de su taller, ajustar atribuciones y profundizar en su técnica a través de importantes restauraciones, como en los retratos de León X y dos cardenales (Galería de los Uffizi, Florencia) y de la dama conocida como La Muda (Galería Nacional de las Marchas, Urbino), donde se han identificado varios arrepentimientos y el uso de un color negro intenso obtenido de carbón de origen óseo y pigmentos con una base de cobre. También ha indagado en su labor como urbanista y arqueólogo, que alcanza su temperatura más novedosa en una carta de su autoría ahora fechada en 1509 y ahora localizada, en la que apuesta por la conservación del patrimonio y ofrece noticias de un plan de reconstrucción de Roma del que, desgraciadamente, no hay más referencias.
De su final sabemos por lo que dejó anotado Vasari en Las vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos que lo que acabó con él fue su salvaje entrega al sexo. Al sexo, sobre todo, con Margherita Luti, La Fornarina, su amante más constante. Tal pasión les unía que el banquero Agostino Chigi le preparó a la pareja una habitación en la Villa Farnesina –en el Trastevere– al comprobar cómo el artista se retrasaba en la ejecución del fresco El triunfo de Galatea (1511-1512) entregado a la yincana sexual con esta joven de Siena. Con seguridad, ella es la muchacha que asoma en el óleo del Palazzo Barberini como Venus sonriendo tímidamente, con los pechos desnudos, apenas cubierta por un velo translúcido y un brazalete dorado en su brazo izquierdo donde puede leerse la firma del artista: Raphael Vrbina. “Era una mujer hermosa. Es todo lo que necesitas saber”, anotó Flaubert en su Diccionario de las ideas recibidas.
Rematado por unas fiebres y por cierta tardanza en acudir a los remedios médicos, Rafael Sanzio falleció el 6 de abril de 1520 y recibió sepultura en el Panteón, símbolo de la grandeza y de la majestuosidad de la Roma clásica que tantas veces le sirvió de inspiración. Cuentan las crónicas de la época que un cortejo de cien artistas con antorchas acompañó el sepelio, un honor nunca antes concedido a otro creador. La Transfiguración, el lienzo que dejó inacabado, se colocó junto al cuerpo sin vida del maestro. A Pietro Bembo le tocó escribir su epitafio, tarea que cumplió con acierto: “Aquí yace Rafael; la naturaleza tenía miedo de ser vencida por él cuando vivía y temía morir si él moría”. Todavía hoy, quinientos años después, se puede encontrar una rosa roja recién cortada sobre su tumba.