Carlos Pumares
De cinéfilo a friki
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Nos dejó el crítico cinematográfico Carlos Pumares (Portugalete, 1943 – Madrid, 2023), curioso ser humano enamorado del cine que acabó convertido en una extraña mezcla de intelectual y friki con la que, en cierta medida, se hizo famoso. No sé exactamente en qué momento empezó la mutación que lo convertiría en un excéntrico (a veces con maneras de energúmeno), pero como tal viviría la última etapa de su existencia, gozando de una nutrida base de fans compuesta por gente que confiaba en su criterio y gente que, simplemente, disfrutaba viéndole perder los estribos y (casi) echando espuma por la boca ante las películas que consideraba sobrevaloradas y que, según él, constituían un insulto al noble arte del cine, al que había consagrado toda su vida.
Cuando yo lo conocí, a mediados de los años 90, en el festival de Sitges, ya había afianzado su fama de espectacular cascarrabias, faceta que se acentuaba cuando tenía público (con cinco o seis personas se apañaba) y que se atenuaba en el mano a mano, como pude comprobar una noche que me tomé una copa con él en la barra del bar del hotel en el que ambos nos alojábamos: sin público, Pumares era un tipo muy agradable cuyo amor al cine de calidad quedaba reflejado en cada comentario; sin una audiencia, por escasa que fuera, el hombre se relajaba y recuperaba una sencillez y una bonhomía que nunca debieron parecerle las armas más adecuadas para triunfar en la vida. Como friki, fue de lo más raro que se podía encontrar en ese mundo, rico en ignorantes y cantamañanas: Pumares era un intelectual que había optado voluntariamente por convertirse en un showman iracundo cuya parroquia se componía de auténticos fans y de gente que no se sabía muy bien si se reía con él o de él.
Yo diría que su doctorado en frikismo lo obtuvo con el inefable Javier Cárdenas, que lo dirigió en la película FBI: Frikis buscan incordiar y lo incorporó a una peculiar gira por discotecas españolas de fenómenos de feria como los difuntos Pozí o Carmen de Mairena. El bueno de Cárdenas se los subía a la fregoneta y se los llevaba por los pueblos para montar un espectáculo en el que cada uno de los frikis daba rienda suelta a su particular insania. El show de Pumares consistía en dejarse hacer preguntas por el público, siempre relacionadas con el cine, y responderlas a gritos y en indomable espíritu de santa indignación y divina impaciencia. Tú preguntabas por tu película favorita y Pumares te la ponía de vuelta y media, asegurando que era una ofensa al arte cinematográfico e insinuando, de paso, que si a ti te gustaba semejante engendro era porque igual acarreabas alguna deficiencia mental. La gente, en cualquier caso, se lo pasaba pipa con los berrinches de Pumares, quien, a la mañana siguiente, volvía a subirse a la furgoneta de Cárdenas en dirección a la siguiente discoteca, al próximo bolo, al berrinche de turno.
A diferencia de la mayoría de críticos cinematográficos, Carlos Pumares nunca fue aburrido. Y, desde luego, fue un pionero a la hora de mezclar la cultura con el frikismo. Yo prefiero recordarlo como el tipo amable y cercano con el que hablé un ratito en el bar de un hotel de Sitges hace un montón de años y que se había inventado un personaje con el que hacer rentable su amor al cine.