Jair Bolsonaro
Nunca había habido tanto majadero, insensato e irresponsable al frente de tantas naciones de la tierra. Y la cosa no se reduce a los Tres Tenores de Rusia, China y Estados Unidos --Vladimir Putin, Xi Jinping y Donald Trump--.
Gran Bretaña está en manos de un personaje digno de Evelyn Waugh o Tom Sharpe, el catastrófico Boris Johnson (prueba palpable de que se puede pasar por Eton y Oxford sin aprender nada útil); países del este como Polonia o Hungría cuentan con sendos energúmenos de extrema derecha en el poder; ineptos tiranuelos como Maduro y Ortega hunden cada día un poco más a Venezuela y Nicaragua; reyezuelos tailandeses se refugian en Suiza con sus furcias para esquivar el coronavirus; déspotas africanos asediados por Human Rights Watch entregan la mitad de lo robado a sus compatriotas al sátrapa que los aloja y protege; y así sucesivamente.
Entre la pandilla de idiotas que se ha aupado al poder recientemente, el brasileño Jair Bolsonaro es para mí uno de los más conspicuos. Exmilitar y más bruto que un arado, llegó a presidente prometiendo mano dura y, básicamente, matar a cualquiera que se interpusiera entre el progreso del Brasil y sus ideas para contribuir a él. O sea, el estilo a la filipina del asesino en serie Rodrigo Duterte, pero no tan zafio y descarado.
Nostálgico de la junta militar que jorobó a la nación todo lo que pudo años atrás, Bolsonaro ha colocado a compañeros de armas hasta para hacer frente al coronavirus, del que es raro que no haya dicho que se le pone en su sitio fusilándolo. Mientras la población caía como moscas, este lumbreras negaba la existencia del virus, al que tuvo el cuajo de calificar de simple resfriadinho: ni el mentecato de Johnson llegó a tanto ni el bocazas de Trump pasó de considerarlo un invento de los malévolos chinos para jorobar a Occidente en general, a los Estados Unidos en particular y a él en concreto.
Bolsonaro se dio cuenta de que la cosa iba en serio cuando él mismo pilló el virus, pero hasta encamado y entubado ha optado por el sostenella y no enmendalla y sigue agarrado a la teoría del resfriadinho. Los que lo detestamos --que somos bastantes, dentro y fuera de Brasil-- apreciamos la justicia poética que asoma en el hecho de que este negacionista ignorante y prepotente haya caído víctima de algo que según él no existía, pero no confiamos en que aprenda nada de la experiencia.
Mientras la plaga se extendía por su país, el muy simplón iba cesando a responsables médicos y sustituyéndolos por oficiales que tal vez fuesen muy buenos fusilando a réprobos, pero a los que no había llamado Dios por el camino de la ciencia --y hasta estos borricos acababan dimitiendo ante la prodigiosa estupidez de su jefe--. Tras haber convertido Brasil en uno de los principales productores de muertos por coronavirus (sin despreciar los esfuerzos en ese sentido de Quim Torra, lógicamente disminuidos por la falta de Estado), va este cerebro privilegiado y pilla el virus tras tirarse semanas riéndose de la situación, insinuando que la mascarilla es para maricones y que el problema de Brasil es que está trufado de flojuchos y de partidarios del matrimonio homosexual y de, en definitiva, malos brasileños que solo piensan en denigrar a la patria.
No es bonito alegrarse ante las desgracias de nadie, pero las fotos del entubado Bolsonaro son proclives a dibujar sonrisitas siniestras en quienes lo despreciamos y nos dan ganas de enviarle telegramas deseándole que disfrute sin tasa de su resfriadinho. Y es que no me negarán que hay gente que saca lo peor de uno.