Ringo Starr
Ringo Starr ha cumplido 80 años con muy buen aspecto y poniendo cara de que, si de él dependiera, cumpliría gustoso 80 más. Aunque el inmortal oficial de su generación es un miembro de la competencia --el guitarrista de los Rolling Stones Keith Richards--, Ringo (nacido Richard Starkey en Liverpool al principio de la Segunda Guerra Mundial) ha llegado a su avanzada edad sin correr tantos riesgos como el bueno de Keith, hombre propenso a los excesos de todo tipo que no hace mucho se vanagloriaba de que el mayor logro de su vida consistía en haber conseguido, tras años de esfuerzo, dejar de desayunar con Jack Daniel´s.
De hecho, el único exceso conocido del señor Starkey fue durante muchos años el alcohol, pasión que compartía con su segunda y definitiva esposa, la actriz alemana Barbara Bach, chica Bond en su juventud y feliz ama de casa desde que conoció a Ringo.
Creativamente hablando, tampoco puede decirse que Ringo haya doblado especialmente el espinazo, pero también es verdad que no le ha hecho ninguna falta: baterista correcto --no es el súper instrumentista que ven en él algunos de sus fans ni esa especie de Manolo el del Bombo que lo consideran sus detractores--, el hombre siempre ha sabido que la composición no era lo suyo (toda su obra para los Beatles se reduce a dos canciones --Don´t pass me by y Octopus´s garden--, a versionar Act naturally, un clásico del country, y a cantar algunas escritas por Lennon y McCartney --Yellow submarine o With a Little help from my Friends--) y que su principal hallazgo fue saber estar en el lugar adecuado a la hora precisa.
Es evidente que los Beatles habrían tirado adelante con otro baterista, pero ahí estaba él para ocupar el cargo y no soltarlo a base de hacer lo que se le pedía, no indisponerse con quien no debía y dejar pasar apaciblemente el tiempo. Algo parecido ha hecho Charlie Watts con los Stones, con la salvedad de que a Charlie le gusta darle al jazz en privado e interpretar piezas de Thelonius Monk con escobillas.
Si los Beatles no se hubiesen disuelto en 1970, Ringo habría seguido tocando la batería con ellos y apuntándose a las giras que hiciera falta. Sin grupo al que acudir como el que va a la Caixa cada mañana, nuestro hombre tuvo que montarse una carrera en solitario que, a tenor de los resultados, no parecía su principal prioridad en la vida.
Cuando, justo después de la disolución, cada uno de sus compañeros intentaba producir un gran disco (McCartney lo logró con el de la foto de las cerezas en la portada), Ringo se marcó Sentimental journey, agradable colección de versiones de las canciones que sus padres cantaban en el pub durante la postguerra, a las que prestó su tan eficaz como inconfundible voz nasal. A partir de ahí, fue grabando una serie de álbumes que, por regla general, daba lo mismo escucharlos que no escucharlos. La historia de la música pop no se habría resentido de su ausencia, pero ya que estaban grabados, tampoco te hacía ningún daño oírlos.
Ringo sabe que la gente acude a sus conciertos para escuchar hits que él no compuso, pero ya le está bien. Durante unos años, se dedicó a una carrera de actor cómico en la que no perseveró. Persona eminentemente discreta, superados los problemas del alcohol, ha llevado una existencia apacible, sin que se fijara en él un psicópata como el que mató a Lennon o un cáncer como el que se llevó por delante a Harrison. Y creo que enterrará a todos sus compañeros de generación, salvo a Keith Richards, claro, cuya evidente inmortalidad lo convierte en miembro honorario de la longeva familia Windsor.
No estamos ante un parásito a lo Art Garfunkel, que conste, quien se subió a la chepa de Paul Simon cuando iban al colegio y costó Dios y ayuda desalojarlo de allí, sino ante un hombre que, simplemente, se ha limitado, como aconsejaba la canción, a actuar con naturalidad.