Jerry Lee Lewis
El asesino del rock
El cineasta Ethan Coen (exacto: uno de los dos célebres hermanos Coen) se aburría como una seta en plena pandemia del coronavirus cuando se le acercó su amigo el músico T. Bone Burnett (productor de Los Lobos y figura señera de ese género conocido como Americana) y le propuso hacer un documental sobre el único superviviente de la primera fase del rock & roll, Jerry Lee Lewis (Ferriday, Luisiana, 1935). Sin entrevistar a nadie (algo muy difícil con sus coetáneos) y limitándose al material de archivo, Coen se dedicó al recorta y pega en su propia casa y acabó facturando una película, Jerry Lee Lewis: Trouble in mind, que acaba de presentarse en el festival de Cannes y que, según la crítica, constituye un digno contrapunto a la biopic de Elvis que se ha marcado el australiano Baz Luhrman y que, como es habitual en él, parece ser una mamarrachada absoluta e irritante.
Desde luego, la vida licenciosa de Jerry Lee Lewis (apodado The killer por su tendencia a hacer el bestia sin tasa) da para mucho. Ya se rodó su biografía en 1989, con Dennis Quaid en el papel principal y el título de una de sus canciones más conocidas, Great balls of fire. El artista no se ha trasladado a Cannes para la presentación del documental porque puede que a sus 87 años no esté ya para muchos trotes. Pero, como se dice en estos casos, no comer por haber comido, no hay nada perdido.
Nacido en una familia de meapilas sureños y primo del telepredicador Jimmy Swaggart (que se cayó con todo el equipo cuando se descubrió que era un cantamañanas que se pasaba los designios del Señor por el arco de triunfo), no tardó mucho en frecuentar los barrios de los negros para mover el esqueleto y pasarlo bien. Se casó por primera vez a los 16 años con una tal Dorothy Barton. Un año después, ya estaba poniéndole los cuernos y casándose (sin divorciarse previamente) con Jane Mitcham. A los 20 años, se superó a sí mismo contrayendo matrimonio con Myra, una cría de trece años (él decía que tenía quince, lo cual tampoco es arreglar mucho las cosas). Y ahí empezó a hundirse. La pudibunda América que lo vio nacer había tenido mucha paciencia con él, pero el Killer se había pasado tres pueblos de Luisiana seguidos.
De hecho, su época de esplendor duró poco: finales de los 50, principios de los 60. Fue entonces cuando cosechó sus principales éxitos con temas descacharrantes como Whole lotta shakin goin on o Great balls of fire. Fueron años de conciertos espectacularmente extenuantes en los que, de vez en cuando, le daba por prender fuego a su propio piano, aunque sobre este particular hay diferentes versiones. La que más me gusta es la de que solo lo hizo una vez, cabreado porque lo habían puesto de telonero de Chuck Berry. Para mostrar su desagrado, salió al escenario con una botella de Coca Cola rellanada con gasolina y, al final de su show, la vació sobre el instrumento, procediendo a quemarlo a continuación mientras clamaba, en dirección a Berry, “¡Supérame esto, negro!”.
Tras caer en desgracia le dio por el country, donde obtuvo algunos éxitos, pero no tardó mucho en convertirse en una vieja gloria. Respetada, eso sí, y muy valorada como fuente de entretenimiento siniestro. Su vida conyugal siguió sumida en el desastre, como demuestra el hecho de que su cuarta esposa se ahogara en una piscina y la quinta apareciera muerta de una sobredosis de metadona. Huelga decir que nuestro hombre también tuvo sus problemillas con el alcohol y las drogas, pero es indudable que resulta de lo más meritorio que sea el último de su generación que aún sigue entre nosotros, que se haya convertido en eso que los gringos definen como the last man standing.
Hace unos pocos años grabó un disco de duetos con diferentes luminarias del pop que no estaba nada mal, aunque no añadía nada nuevo a su obra inmortal. Tiene una hermana, Linda Gail Lewis, que grabó un disco estupendo con Van Morrison. Hace mucho tiempo, a un amigo mío le enseñaron la que se suponía que era su casa, pero siempre se quedó con la sospecha de que el anfitrión era un amigote del artista que aprovechaba las ausencias de éste para sacarse unos pavos a su costa. Conociendo la atrabiliaria existencia de Jerry Lee Lewis, estoy convencido de que mi amigo estaba en lo cierto.