Una noche sin pesca, la agonía de salir a faenar en la Costa Brava
Crónica Global se sube a una embarcación de L’Escala que sale a medianoche; la tripulación está formada por ocho marineros y dos patrones que buscan cerca de las islas Medes bancos de sardinas
11 agosto, 2022 00:00L’Escala, 23.33 horas. El puerto pesquero junto a las islas Medes queda desierto de embarcaciones pesqueras. Tan solo una espera para partir a medianoche, la de los Germans Sureda Busquets. La tripulación, formada por ocho marineros, la mayoría oriundos de Nador (Marruecos), comienza a llegar a medida que se acerca la hora de soltar amarras. A escasos dos minutos llega el patrón mayor, Josep Lluís Sureda. El saludo se compone de un apretón de manos y un salto sobre las redes de pesca encajadas a estribor. Zarpamos.
El barco apenas alcanza los 20 kilómetros por hora. Lentamente pasa las Medes y se sitúa junto a L’Estartit. Una boya que marca el límite del espacio natural protegido está estropeada: “Escucha, aquí hay una boya sin luz, yo porque sé donde está, pero pasa una lancha y se revienta”, avisa por radio el capitán. Avanza unos pocos metros más. El barco de luz, a modo de luciérnaga, atado a la popa sale a buscar con sus focos que deslumbran decenas de metros bajo las aguas. El radar marca un banco de peces de alta calidad, posiblemente sardinas, que son las que más valen en la lonja. “A ver si tenemos suerte, llevamos una semana sin pescar, por lo que no cobramos”, se queja un marinero en la penumbra. Son la 1.14 horas. No ha habido suerte, pero aún es pronto.
Tripulación marroquí
Los ocho marroquíes vienen uno por uno o en grupos de dos a hablar de “la mar”. “Mi mujer me dice que me busque otro trabajo, más estable y con un sueldo fijo, pero zarpar cada día me da la vida”, explica Abdul, uno de los marineros del Sureda Busquets. La mayoría de ellos cercaban con redes en la costa del norte de África, por lo que cuentan con una amplia experiencia que es valorada en la Costa Brava. “Vinimos a España por el bienestar, como los hospitales públicos, pero no ganamos mucho más que en nuestro país”, lamenta el más veterano del barco, con 14 años faenando a sus espaldas.
No queda mucho para las tres de la madrugada. Pero las críticas a la forma de repartir las ganancias y las condiciones laborales se empiezan a oír a gritos en la popa. Las quejas se difuminan con el ruido del motor. Los contratos laborales de los ocho marineros constan de un año de trabajo y un mes de paro, a modo de vacaciones. Les pagan 1.000 euros ese mes, pero aseguran que son mejores las ayudas de la Unión Europea, a la que critican: “No ha hecho nada por nosotros”. Estas subvenciones llegan hasta los 1.900 euros, pero implican renunciar a la prestación estatal por desempleo. Los marineros catalanes escasean, mientras los patrones son todos autóctonos. Los pocos pescadores rasos que quedan van a la par con las embarcaciones: el puerto de L’Escala ha pasado de tener 50 barcos de cerco a cuatro en menos de 20 años.
La espera distribuye en grupos a la tripulación. Uno fuma en la parte trasera, mientras el resto charla en bereber. El patrón continúa la búsqueda. En la parte baja del navío, bajo las cajas de hielo, redes y la cabina de mando, se ubica una pequeña zona de escaso metro y medio de alto donde se ubican seis camas para los marineros. Pasan de las tres y media de la mañana y los pescadores abandonan cubierta. Duermen mientras el frío marino de agosto impregna cada rincón del barco. Hay poco trabajo en verano, la parvedad de pescado y el aumento de los depredadores, como el atún, infunden miedo y respeto para tirar las redes. Las multas por arribar a puerto con un atún superan los 60.000 euros. Los Mossos d'Esquadra controlan el desembarco de pescado casi todos los días, por ello, los que no cuentan con licencia para pescarlo lo deben devolver muerto al mar. Algo que intentan evitar.
Tramontana: miedo, agonía y desesperación
Las luciérnagas se disipaban en toda la costa gerundense. Muchos ya habían pescado. El Sureda Busquets no. La calma desesperaba al capitán, que contaba cómo Artur Mas se subió a su barco antes de ser presidente de la Generalitat. Una campaña habitual en sectores sociales fuera de las grandes urbes, donde Convergència quería mantener su feudo. Pasqual Maragall también visitó el puerto de L’Escala, en sus años como alcalde de Barcelona, para promocionar los Juegos Olímpicos de 1992. Los políticos pasaban, pero ninguno volvía. Tal vez las ayudas europeas sí lo hacían, aunque la flota pesquera mermara cada año.
Suena la campana bajo el barco. Son las cinco de la mañana y la luciérnaga ha salido una decena de veces a ojear. Parece que al final habrá premio. Los marineros salen y se ponen las botas y los impermeables. Están a punto de tirar la red. Es la penúltima oportunidad del día. “Hay atunes”, susurra uno. Todo queda en una euforia enmudecida, a pocos minutos del amanecer. La tripulación hastiada, reniega, resignada entre lo que ha sido una noche de suave tramontana.
“El viento vuelve loca a la gente, aquí es la tramontana, en mi país es el Levante, pero aquí es peor”, espeta uno de los marineros más veteranos, originario de Nador. Esta es la característica de la Costa Brava, que veraneantes franceses y barceloneses no acaban de comprender, y de la que los viejos pescadores intentan huir. El aire comporta una forma de ser, que pasada la temporada turística estival se cierne sobre las mentes del Empordà. Esa pequeña región de Cataluña de la que en innumerables ocasiones habló y escribió Josep Pla. “Estas ventoleras deprimen, adormecen, encogen el cuerpo humano y producen protestas perfectamente inteligibles. La tramontana es un mal negocio, porque es destructiva”, decía el escritor en sus Escritos ampurdaneses.
Última oportunidad
La locura de la tramontana se impone entre la tripulación. Son las 5.44 horas y solo queda una oportunidad para pescar antes de que salga el sol entre los peñascos de las islas Medes. El patrón mayor da orden de volver cerca de la costa, tienen que pescar algo, aunque no sean sardinas de gran calidad, para vender en la lonja. El mercado de venta de pescado de L’Escala es, no obstante, uno de los más pobres del Empordà. El precio alcanza cotas mínimas, mientras en Palamós o Sant Feliu de Guíxols prácticamente supera los 2,50 euros el kilo. Aun así, la captura tras una semana de sequía se hacía imprescindible.
Frente a L'Estatit sale la luciérnaga. El más trabajador de todos los grumetes se lo toma en serio: saca los remos. Los utiliza para conocer las corrientes y poder determinar el mejor lugar para lanzar las redes, donde se concentran la mayoría de bancos de peces. Al más puro estilo Jack Sparrow, divisa las sardinas. Pero, finalmente, el patrón, ante la atenta y angustiosa mirada de los marineros da marcha atrás. Se acabó la pesca. Las gaviotas comienzan a salir y posarse sobre los mástiles del barco. Es su turno de cazar. Termina el tiempo de los pescadores.
¡Que comience la subasta!
La tripulación se conforma. Hace bromas y mira a las gaviotas recoger las sardinas y boquerones que ellos habían soñado con capturar. “Bueno, pues nada, ahora una paja y a dormir”, bromea uno de los marineros entre las risas de cuatro compañeros. El barco va lentamente divisando el horizonte hasta el puerto de L’Escala, de donde comienzan a salir los primeros barcos recreativos que van a pasar el día en el mar, cargados de cava, víveres y con los navegantes estivales vestidos con pareos y bañadores coloridos y con imágenes estampadas. El relevo suelta las amarras y en apenas unos segundos el buque Germans Sureda Busquets atracaba junto a otros dos barcos con más suerte. Traen sardinas y boquerones. Empiezan a descargar, bajo la atenta mirada de una línea de gaviotas que espera cualquier despiste para robar alguna pieza. El toro de la lonja recoge los palets de madera con decenas de cajas azules de pescado, para mostrarlas en el interior de la lonja ante el balcón de compradores. La subasta está a punto de comenzar.
La tripulación se desvanece rápidamente, mientras ayuda a los compañeros de otros barcos a descargar. En menos de tres minutos no queda ni un alma sobre el buque de Josep Lluís. Los espectadores y comerciantes dan poca importancia a este hecho: admiran la calidad de las sardinas para poder pujar a un precio que satisfazca a ambas partes. A las ocho de la mañana está todo el pescado vendido y los camiones repletos de sardinas y boquerones salen en procesión hacia el paseo marítimo de L’Escala. El día empieza en el pueblo y el de los marineros concluye. Un círculo que cierra este arduo oficio, donde la suerte se impone ante la escasez actual de peces en la Costa Brava. Lejos queda la primera década del siglo XXI, cuando pesqueros andaluces y valencianos atracaban en los puertos del Empordà durante meses. Adiós a la magia literaria del mar.