Hay escapadas que sorprenden. Muchas veces uno se sale de los puntos más turísticos para evitar aglomeraciones y se encuentra con lugares que uno desconocía. Uno de ellos es Calafell, donde fui por interés cultural y acabé tirándome por un tobogán gigante.
Empecemos por el principio. Mis padres hacen años que veranean en una urbanización cercana a la zona. Las playas de Calafell, por tanto, las conocía desde hace tiempo. Había disfrutado de la cantidad de bares y restaurantes de su paseo marítimo, visitado su castillo y paseado por su paseo marítimo. Incluso me había colado en el antiguo sanatorio de Sant Joan de Déu antes de que se convirtiera en un hotel de lujo con spa incorporado y estaba medio en ruinas. Pero, hace poco, descubrí una faceta nueva de este municipio costero y me encontré con una segunda sorpresa.
De la cultura al ocio
Leyendo varias informaciones sobre algunos autores latinoamericanos, descubrí que escritores como Vargas Llosa o Gabriel García Márquez, pasaron por allí. La razón es que su editor de entonces, el poeta Carlos Barral, tenía allí una casita de pescadores donde invitaba a sus amigos artistas. Algo de lo que uno se puede enterar, si visita la casa museo de Barral, lugar que yo desconocía.
Esa fue la razón principal que propició mi última visita a Calafell, pero de repente, cuando me dirigía en coche hacia allí, me fijé en algo en lo que nunca reparé, o no recuerdo haberlo hecho. Algo brillante relucía en una de las montañas que, recientemente, se incendió. Preguntando, descubrí que era, un tobogán gigante.
Recuerdo desbloqueado
Mis locales y, posteriormente, mis padres, me comentaron qué era eso. Su nombre es Calafell Slide y lleva años allí. De repente un recuerdo se desbloqueó. Había ido de pequeño y me encantaba.
La atracción no es más, ni menos, que una estructura enorme, de 700 metros de largo, que se eleva por la ladera de una colina y se dibuja zigzagueante poco después. Según cuentan los locales, todo empezó con la idea de un alemán, Hans Zimmermann, que, en 1989, construyó este tobogán gigante que fue, en su momento, único en la península ibérica y en Europa. Yo, a día de hoy, desconozco dónde hay más.
Nueva experiencia
Quise acercarme allí, pensando que eso era una cosa del pasado. Que no tendría éxito y lo flipé (disculpen el lenguaje coloquial). Pero es que a día de hoy, todavía tiene público. Y creo que no es de extrañar. Es algo completamente diferente.
A este tobogán no se asciende por unas escaleras, sino por un mecanismo que arrastra una especie de trineo metálico en el que visitante se sienta para vivir la experiencia. Esta especie de patín para ir sentado cuenta con una palanca, una especie de freno de mano que va a ser muy útil para el descenso. Porque, como decía, al subir por la ladera, luego viene la caída.
30 años de historia y todavía en activo
El tobogán metálico empieza a descender mientras el pseudo trineo alcanza velocidades que alcanza hasta los 30 kilómetros por hora, por tanto, es necesario accionar la palanca del freno si se siente cierto pánico. La adrenalina que uno deja ir en la caída es increíble.
Más allá de lo que uno siente, sólo hace falta ver cuán emocionados suben y bajan los niños de esta enorme atracción que parece sacada de otro tiempo. A pesar de todo, a día de hoy incluso se celebran fiestas de cumpleaños y otras celebraciones. Y sí, en ellas, además de los pequeños, los adultos sacan el niño que llevan dentro y se dejan caer contagiado por las sonrisas y los gritos que se atreven a subir. Lo digo, porque volvía a subir y me sucedió.
Una experiencia sorprendente, a sólo una hora de Barcelona, que a pesar de parecer de otro tiempo sigue teniendo su público.