Xavier Domènech: la vía muerta

Xavier Domènech: la vía muerta

Política

Xavier Domènech: la vía muerta

El candidato de Catalunya en Comú-Podem es una cabeza amueblada, pero tiene el corazón partido entre dos manzanas podridas: el populismo y el independentismo.

11 diciembre, 2017 00:00

Piensa bien y calcula mal. Es afín al pandemonio catalán porque siente el calor de un movimiento radical. Cuando le llega el clamor de la calle, se deja en casa el bloc de notas y se olvida del sentido común. Da la impresión de que entra a matar junto a los indepes para algún día contarles a sus nietos: "Yo también estaba allí". Le puede la onomástica del drama. Xavier Domènech, candidato de Catalunya en Comú-Podem, se pide turno en la tercera vía sin pensar que somos un país desmemoriado, lleno de resentidos capaces de inventar un pasado, y decirnos sin piedad que "a veces perdono, pero nunca olvido". Es una cabeza amueblada, pero tiene el corazón partido entre dos manzanas podridas: el populismo y el independentismo.

Él vindica la agenda social en el centro de su discurso, pero no lo consigue. Habita en un laberinto de antinomias constituyentes y ha malgastado su paso por el Congreso a base de templar gaitas territoriales. Sufrió el hundimiento del pacto frustrado de Podemos y PSOE después de las elecciones del bloqueo, en 2015. Perteneció a la constelación ascendente levantada por los cinco millones de votantes de la izquierda decapitada por líderes de pañuelo y chambergo. Encabezó la candidatura de confluencia de En Comú Podem para las elecciones generales de diciembre de 2015 y repitió en los comicios del 26 de junio de 2016. Aquel momento del centro-izquierda salió rana por la mala cabeza de Iglesias, un cabecilla leído y fútil a partes iguales. A partir de entonces, los suyos no ha parado de perder en intención de voto. Aunque disimule, Domènech sabe ahora que “el sueño de la razón produce monstruos”, como dice en la famosa aguatinta de Goya.

"Libertad social" y "libertad nacional"

Sus monstruos son de dos especies: Iglesias en Madrid, y Colau en Barcelona; ambos en caída libre le señalan la puerta de salida a este profesor de historia de la Autónoma. Si todo va tan mal como dicen los sondeos, él volverá a sus tomos sobre el mundo sindical obrero, prosaica panoplia del materialismo histórico. Es de los que dicen saber que la hegemonía en Cataluña exige apostar por el catalanismo. Considera que “la libertad social es inseparable de la libertad nacional”, la trampa cazarratones que viene paralizando a la izquierda catalana desde los tiempos de Valentí Almirall.

Hace años que Domènech se apostó ante el Memorial Democràtic, como una abeja a un panal de rica miel, para colgar sus ensayos, como Quan plovien bombes, Quan el refugi és el subsòl o La memòria dels bombardeigs. Con este bagaje del paisanaje lacerado desde arriba, no es extraño sospechar de todo lo que venga del cielo abierto de la meseta, como si allí no hubiesen existido el frente del Jarama o el “no pasarán” del bando republicano. Fue en aquella tercera República de verdad (no la simbólica que confesó Junqueras ante el magistrado Llarena), la que nunca citan los indepes, donde Azaña clavó su prosa lúcida de veredas y altozanos, entre trinchera y trinchera. Pero el independentismo ha construido su discurso sobre la imposibilidad de transformar España, de amarla como algo propio. Domènech lo compra y se proclama partidario del tercerismo, un arcaísmo ideológico de relumbrón, especialmente en un país en vía muerta y escindido por la mitad, muy a pesar de reclamarse un sol poble. Él sabe, y eso es lo molesto de la izquierda escurridiza, que la civilización catalana naciente está dispuesta a pasar cuentas a los intrusos disolventes, aspirantes a las llamas de Giordano Bruno.

Fiero y manso según convenga

Oriundo de Sabadell, la ciudad fabril, e hijo de cenetistas entregados, Domènech conoce las mañas de la bondad y la escasa fiabilidad del mundo de las apariencias. Él vive precisamente en este mundo, el del activismo orientado más al estilo de vida que al trabajo legislativo, como mostró durante su debut en el hemiciclo del Congreso. Pero hoy su clientela espera respuestas y soluciones; en sus propias filas le culpan de confundir a menudo las nuevas formas de combate social con la desafección apolítica de las capas recién incorporadas.

Hace pocas horas, lo hemos visto en la Jazz Cava de Terrassa, sede primigenia del Hot Club, organizador decano de los festivales anuales, que terminan en el Palau desde que lo pisaron Charlie Parker y Miles Davis. Domènech es fiero y manso según le convenga al guion. En el primer papel, denuncia a la “derecha compartida” entre Puigdemont y Arrimadas (“los mismos recortes”) y le pregunta a la Esquerra de Marta Rovira en qué lado está del combate social. Nadie piensa ya en el Tripartito que irrumpió en 2003 pero a menudo se cae en la consideración que, de repetirse algo parecido, los comuns rebuscarán en la sopa variopinta de siglas para dar finalmente con Joan Coscubiela, el más aceptado. La demoscopia no miente.

La gente quiere saber en qué consiste el camarada Domènech. Su vestimenta monocorde, le sitúa entre Arlequín y Pierrot; no sabemos si es un alma en vilo o un pragmático a ras de suelo ¿Cómo se sitúa en el espacio? ¿Vuela, fluye o dormita?, nos cuestionamos siguiendo el hilo geométrico de la moral política.