Estos días se vuelve inevitable comparar la irrupción de Vox en el Parlamento andaluz con la victoria de Donald Trump en Estados Unidos. ¿Qué lleva a la clase trabajadora a votar a una fuerza que le da la espalda al Estado del Bienestar? Recordemos que Fernando Sánchez Dragó, escritor, profeta del sexo tántrico y seguidor de Santiago Abascal, defiende la eliminación de la sanidad y la educación públicas. Posiblemente para crear generaciones de estudiantes con mucho poder adquisitivo y poca capacidad de análisis. Una suerte de casta endogámica llamada a ser la elite de un país ultracapitalista.

Vox, una formación que quiere bajar todos los impuestos, privatizar el sistema de pensiones y recortar los derechos de la inmigración --la misma que trabaja en los invernaderos almerienses, motor económico andaluz-- crece en las zonas más conservadoras del sur, pero multiplica por diez sus votos en barrios obreros dominados hasta ahora PSOE. Lo explica Carlos Mármol en su imprescindible análisis en Crónica Global.

Siguiendo con el símil americano, Joe Bageant arrojaba luz en su excelente Crónicas de la América profunda, donde habla de la absoluta desconexión de la llamada white trash con el Partido Demócrata, una pandilla de “pijos universitarios” que atrae a las clases medias de Nueva York o San Francisco, pero no a la clase trabajadora del resto de la nación.

El voto de Vox ha sido muy transversal, como dice Mármol. Y el tiempo dirá si interterritorial. Las elecciones andaluzas han dado legitimidad a esta formación hasta ahora marginal. No creo que Andalucía sea más ultra que otras comunidades, pues apostaría a que buena parte de esos 400.000 votantes hayan leído el programa electoral, involucionista y reaccionario de Abascal. Esta comunidad, azotada por el paro y la corrupción, han castigado a un PSOE incapaz de renovarse tras casi 40 años de gobierno ininterrumpido. Andalucía ha sido el banco de pruebas de Vox porque abría un ciclo electoral, pero podría haber sido cualquier otra autonomía. Empezando por Cataluña.

La perplejidad independentista sobre el protagonismo de Cataluña en las elecciones del 2D forma parte de esa gesticulación procesista tan agotadora como caduca. Le guste o no a los sectores xenófobos del secesionismo, aquellos a los que ahora molesta esa migración de los años 50 y 60 que ayudó a levantar la economía catalana --“querían sus manos, no su cerebro”--, Cataluña es la novena provincia andaluza. Aunque el Govern finge que ya existe un Estado catalán, lo cierto es que todo lo que ocurre aquí repercute en el resto de España. Vox, lo dicen los analistas, tiene muchas posibilidades de entrar en los ayuntamientos y en el Parlament catalanes.

Y si ahora los secesionistas rechazan cualquier tipo de responsabilidad en el auge de la ultraderecha, veremos que dicen entonces. Caldo de cultivo hay desde 2002, cuando nació exnovo Plataforma per Catalunya. Y lo hizo precisamente en Vic (Barcelona), con un alto porcentaje de inmigración bien integrada que sucumbió a la xenofobia de Josep Anglada. Hoy, Vic es uno de los epicentros de esa Cataluña profunda donde resiste el espejismo independentista a base de salmodias y campanadas. Cierro el círculo americano con otro autor, en este caso el historiador C. Vann Woodward: “Todo grupo, de cualquier tamaño, con conciencia de sí mismo, se inventa mitos sobre su pasado: sobre sus orígenes, su misión, su rectitud, su benevolencia y su superioridad en general”. Procesismo en estado puro.