Arias Maldonado: "En Cataluña hay un integrismo sentimental que no admite razones"
El autor de 'La democracia sentimental' señala que el 'procés' es "la causa mayor, innegable" de la irrupción de Vox y que marcará toda la política española
9 diciembre, 2018 00:00Manuel Arias Maldonado (Málaga, 1974) muestra una sonrisa que invita al optimismo. Hay que serlo, porque, en caso contrario, no se podría luchar por el bien común, por un interés general que parece que se vaya perdiendo sin que nadie quiera poner remedio. Pero no quiere fomentar falsas esperanzas. Más bien considera que la situación política en España seguirá bloqueada por un tiempo. Arias Maldonado es un filósofo político, más que un profesor de la Ciencia Política, que ejerce en la Universidad de Málaga, investigador visitante en las universidades de Keele, Oxford y Siena, es autor del extraordinario libro La democracia sentimental (Página indómita, 2017), en el que constató la reaparición de los fantasmas que siempre han acechado: el nacionalismo, la xenofobia y el populismo. Ahora acaba de publicar Antropoceno. La política en la era humana (Taurus, 2018), en el que reflexiona sobre la acción del hombre en el planeta, con las verdades y mentiras que se han producido sobre esa relación.
En esta entrevista con Crónica Global, Arias Maldonado tiene claro que el independentismo marcará la política española en los próximos años, que nada se podrá hacer sin abordar esa cuestión. Señala que la "orientación sentimental" lo impregna todo, pero que en Cataluña es especialmente manifiesto, y que "al menos dos millones de personas se han encastillado en un integrismo sentimental que no admite razones ni estadísticas". Entiende que la irrupción de Vox se debe en gran medida al procés soberanista, y no oculta que el independentismo determinará toda la política española".
--Pregunta: ¿Qué ha pasado en Andalucía? ¿Desgaste del PSOE o la cuestión catalana lo ha polarizado todo?, ¿o las dos cosas?
--Respuesta: Hay interpretaciones divergentes, pero a mi juicio tenemos que buscar en esta elección el elemento que no estaba en las anteriores, donde ya existían el régimen clientelar, el malestar de fondo contra la gestión de la Junta, la inmigración, Susana Díaz y Vox en las papeletas. Y lo nuevo es el procés y sus consecuencias o efectos, entre ellos la investidura del gobierno del PSOE con el voto de las fuerzas independentistas. Sin la influencia de ese factor, el hundimiento de la izquierda no habría sido posible, ni tampoco el ascenso de un partido que exige el fin de las autonomías. Que eso pueda sumarse en algunas zonas de la región al rechazo de la inmigración, es innegable; pero el procés es la causa mayor, a mi juicio, de esta fenomenal sacudida política: el fin de una hegemonía sostenida durante 36 años.
--¿El independentismo en Cataluña condicionará toda la política en España?
--De momento, sí. Mientras el independentismo dé la impresión de que ese desafío sigue vivo y mientras el Gobierno central dependa del estado de ánimo del independentismo en lugar de probar a ignorarlo durante un tiempo, cosa que sería posible e incluso deseable si las mayorías parlamentarias estuvieran constituidas de otro modo, el independentismo será el eje de la conversación pública española. Es lógico: hablamos de un trauma político de gran alcance, de lo que ha sido una amenaza contra las bases mismas del Estado constitucional. ¿Cómo podría no afectar al electorado un acontecimiento así?
--¿Hay que abordarlo o precipitar un avance mayor de partidos como Vox?
--Es que hay muchas formas de abordarlo, ¿no? Precisamente ahí está el debate. ¿Se frena a Vox saludando a Torra con una sonrisa mientras él lleva el lazo amarillo, o diciéndole que el lazo amarillo es un símbolo insurreccional que no tiene cabida en un Estado de Derecho? ¿Se frena a Vox aceptando los votos del independentismo en una moción de censura o persiguiendo un acuerdo de presupuestos, o creando un bloque constitucional contra todos los extremismos, de Vox a Podemos, pasando por el independentismo?
--No lo creo. El apoyo al Estado de las Autonomías, que tan bien ha servido a la modernización regional, es amplio en España. Esto, claro, es compatible con la contra sus defectos o ineficiencias. Pero el apoyo a una fuerza como Vox hay que entenderlo como una reacción, todo lo visceral que se quiera, contra el asalto independentista al Estado de Derecho y la unidad territorial. No hay más. Ese apoyo sí sirve, naturalmente, para rebajar la ambición de quienes aspiran a un federalismo de rasgos confederales. Pero, en cambio, podría reorientarse en favor de una reforma federal más racional que identitaria, capaz de garantizar el funcionamiento de unos mecanismos cooperativos eficientes entre las unidades federadas. Aunque, claro, hablar de reforma federal en este contexto político es hacer un brindis al sol. En última instancia, el surgimiento de Vox es el cierre de un proceso de contaminación populista que comienza con Podemos: se empieza por justificar un escrache y se acaba rechazando la inmigración. Se hace así evidente lo que debería haber sido evidente desde el principio: que el intento por dinamitar el consenso constitucional por la izquierda terminaría por animar a quienes querrían hacerlo por la derecha. Y ahora, ¿qué?
--La política española está bloqueada, la catalana también, con la percepción de que lo primero que se debería establecer es un diagnóstico, que fuera compartido. ¿A su juicio, qué pasó en octubre de 2017 en Cataluña, al margen de la cuestión judicial, y de las calificaciones posteriores sobre los posibles delitos cometidos?
--En el otoño de 2017, culminación del llamado procés, tuvo lugar un golpe de Estado o algo muy parecido a un golpe de Estado: un pronunciamiento o levantamiento en la más inveterada tradición española. Veo difícil denominar de manera más amable al intento de separación unilateral impulsado por las instituciones catalanas contra el Estado del que forman parte, con la colaboración de las organizaciones civiles situadas bajo su amparo. Y veo igualmente difícil restar importancia al golpe parlamentario de los días 6 y 7 de septiembre, cuando se aprueban las leyes de referéndum y transición, obviamente inconstitucionales, sin las mayorías necesarias y vulnerando los derechos de la minoría. Sin un asomo de autocrítica por parte del nacionalismo catalán, empeñado en describir esta crisis como una fiesta participativa donde se gastó demasiado dinero del contribuyente, va a ser muy difícil encontrar ese diagnóstico compartido al que usted alude. Causa perplejidad que unas acciones prolongadas en el tiempo y orientadas a hacer saltar por los aires el orden constitucional, así como a privar de sus derechos a los ciudadanos, principalmente a los que residen en Cataluña pero no solo a ellos, pueda tomarse tan a la ligera solo porque conviene tomarlos a la ligera o porque uno experimenta afecto por el terruño.
--¿Hay posibilidad para una salida política, que no sea calificada como “el error de la política del contentamiento”, siguiendo lo que dice Stéphane Dion respecto a Quebec y Canadá?
--No veo demasiadas salidas, al menos en el corto y medio plazo. Y tampoco creo que haya que obsesionarse con su búsqueda. La frustración forma parte de la vida democrática y no siempre podemos alcanzar los fines a los que aspiramos. ¿O habríamos de esforzarnos en encontrar una salida política para los ciudadanos que querrían volver a un Estado centralista? La idea de que hemos de contentar a quienes desean ejercitar un derecho que no existe es bastante problemática. Sobre todo porque la solución al problema territorial ya se aplicó en 1978, cuando España se convirtió en un Estado federal y procedió a reconocer simbólicamente sus distintas identidades culturales y a descentralizar el poder político. Así las cosas, el agravio que sienten quienes reclaman la independencia es puramente imaginario y se alimenta de muy dudosos argumentos históricos y económicos... Ante eso, mejor la paciencia. La única salida a largo plazo es una reforma de la Constitución que conduzca a un federalismo más racional: no una solución a la carta para los nacionalistas, sino una reordenación meditada de nuestro federalismo que piense en todos y no solo en aquellos que hacen más ruido. Y eso, ahora mismo, es políticamente inviable.
--El sentimiento se impone a la razón en gran parte de las democracias occidentales, que pensábamos ya consolidadas. ¿Eso ha pasado en Cataluña, pero también ha comenzado a pasar en el conjunto de España?
--Esto, en realidad, ha pasado siempre. Es solo que ahora sabemos más sobre los afectos, mientras que algunos rasgos nuevos de la vida política --pienso sobre todo en las redes sociales-- refuerzan esa inclinación emocional, haciéndola de paso más visible. Simultáneamente, la Gran Recesión ha creado un malestar colectivo que ha tenido fruto en procesos y decisiones chocantes (Trump, el Brexit, el procés), explicitando la poderosa influencia de las emociones en las democracias de masas. En ese sentido, tampoco lo que ahora sucede en el conjunto de España es tan nuevo; las emociones han estado siempre ahí. Ahora bien, la fragmentación parlamentaria aumenta la polarización, mientras que los nuevos medios impulsan una campaña electoral permanente, una teatralización política de indudable orientación sentimental. Con todo, este fenómeno no ha alcanzado aún en España la virulencia que ha tenido y en buena medida sigue teniendo en Cataluña, donde al menos dos millones de personas se han encastillado en un integrismo sentimental que no admite razones ni estadísticas.
--Hemos cumplido 40 años desde el referéndum que aprobó la Constitución. ¿Hubo defectos en aquel texto, o en la evolución posterior con los gobiernos ya democráticos? ¿Lo que falta es cultura democrática por parte de todos?
--No hay Constitución perfecta, ni democracia que pueda desenvolverse durante 40 años sin cometer errores; tampoco la española. Dicho esto, los méritos de nuestra constitución son notables y así lo atestigua el meritorio recorrido de la sociedad española desde su aprobación. Algo, por cierto, que deberían reconocer los propios nacionalistas, quienes han gozado de sobrados instrumentos para nacionalizar sus comunidades, como salta a la vista. Pero un nacionalismo satisfecho es una contradicción en sus términos, y esto, la lógica del nacionalismo, es algo que demasiados análisis del problema catalán pierden de vista.
--¿Las democracias liberales han cometido el error de no anticipar esas reacciones, basadas en la identidad y en los supuestos agravios? ¿Es la mayor desigualdad que se ha producido el elemento desencadenante de ese desapego?
--Es difícil saberlo. Las turbulencias sociopolíticas han tenido también lugar en países como Francia o Alemania, donde el gasto social no se ha reducido ni el desempleo se ha disparado. Yo hablaría más bien del impacto anímico de la Gran Recesión, que activa miedos de todo tipo: económicos, culturales, identitarios. Quizá incluso podríamos irnos más atrás e identificar ya el 11-S como el comienzo de un momento hobbesiano en la vida pública occidental. Es como si el inevitable desorden causado por la globalización se hubiera incorporado a la percepción ciudadana, con el resultado de que una parte del electorado siente nostalgia de la seguridad cultural y económica que siente haber perdido. ¿Habría tenido que anticiparse la democracia liberal? No es tan fácil: las cosas se veían de otro modo en pleno boom económico, ahora gozamos de cierta ventaja retrospectiva. En cuanto a las políticas de la identidad, me temo que son una consecuencia de la modernización y del desarrollo de los valores expresivos del liberalismo democrático; nos gusten o no, diría que han venido para quedarse.
--La democracia liberal, ¿precisa de unos ciudadanos que admitan, porque puedan entender que es bueno para el interés general, que la misma democracia debe tener límites, que no todo se debe votar? Y si es así, ¿es capaz la democracia liberal de producir esos ciudadanos?
--Es imprescindible que los ciudadanos se hagan cargo de los límites de la política. Su opuesto sería la famosa "voluntad política" a la que aluden aquellos líderes y opinadores empeñados en difundir la idea contraria: que una democracia todo lo puede si de verdad quiere. La democracia liberal parte de la premisa de que una sociedad plural, donde además existe un instrumento tan poderoso como el poder del Estado, solo puede funcionar estableciendo límites: mediante la negociación, la división de poderes, la conversación, el compromiso, el realismo. ¿Por qué no produce entonces la democracia liberal ciudadanos conscientes de esas limitaciones? Pues porque la competencia electoral se basa en la oferta, en la promesa. Y porque, además, existen corrientes ideológicas que no admiten que esos límites existan.
Manuel Arias Maldonado, autor de La democracia sentimental
--¿Se puede explicar a un independentista catalán que el derecho a decidir no es democrático?
--Se puede intentar; de hecho, se ha intentado. Otra cosa es que lo comprenda, y no digamos que lo acepte.
--¿En qué medida cree que el independentismo ha hablado y se ha dirigido sólo a su propia parroquia, y qué debería hacer la otra parte de la sociedad catalana?
--No me cabe duda de que el independentismo solo habla para los independentistas, a los que abusivamente identifica como "los catalanes" en el marco de su delirio sociológico acerca del "sol poble". La otra parte de la sociedad catalana ya hace bastante oponiéndose en la calle y las urnas a un nacionalismo que se apropia de las instituciones democráticas y rehúsa ejercer la representación de todos los ciudadanos.
--La democracia necesita información contrastada, y ciudadanos informados, ¿pueden ahora los medios asegurar esa exigencia?
--Digamos que la democracia funciona mejor con ciudadanos bien informados y dispuestos a decidir conforme a esa información, pero no diría que la democracia "necesita" ciudadanos de tanta calidad; lleva mucho tiempo funcionando sin ellos. Si la democracia fuera directa, entonces sí es imprescindible que los ciudadanos se tomen en serio su derecho al voto... como vemos allí donde se celebra un referéndum. Pero en una democracia representativa, como repetía Giovanni Sartori, podemos sobrevivir sin esa sofisticación. En cuanto a los medios, naturalmente que pueden asegurar esa exigencia de información y control; hay medios de excelente calidad. Otra cosa es que los ciudadanos los lean.
--¿Es Vox un partido populista, dentro de la corriente europea de partidos populistas, o la expresión de un nacionalismo español atávico que resurge contra el independentismo catalán, cuando entiende que la unidad territorial está en peligro?
--Aunque Vox ya se presentaba a las elecciones, su auge es un efecto del procés. Y añadiría que es un efecto inevitable. Pero ojo: tampoco es necesario identificarse con un "nacionalismo español atávico" para defender la unidad territorial y la integridad democrática; la mayoría de los españoles que se han manifestado contra el secesionismo no han sacado a pasear al Cid ni manifiestan deseo alguno de suprimir las comunidades autónomas. Vox sí lo hace, y con ello plantea algo parecido a lo que demanda el independentismo: un objetivo que desborda la constitución. En ese sentido, entiendo que es un partido de extrema derecha más que populista. Sin embargo, en la medida en que se deslice hacia el discurso made in Bannon y arremeta contra el establishment en nombre de la auténtica voluntad popular se integrará en esa corriente europea a la que usted alude.
--¿Se puede establecer en España un cierto consenso, como ocurrió hace 40 años, a partir de algunas cuestiones que tengan en cuenta el interés general, protesten o no los partidos nacionalistas/independentistas?
--No parece fácil. Ya he dicho que para mí lo adecuado sería racionalizar los resultados del proceso autonómico y hacer que nuestro federalismo, que siempre ha sido más identitario que otra cosa, sea refinado y perfeccionado. ¡Pero el nacionalismo no pide federalismo! Por añadidura, hace 40 años era necesario hacer una Constitución y el disenso no era una opción; ahora tenemos ya una vigente y podemos permitirnos el lujo de no reformarla. Por lo demás, mientras el cálculo del PSOE sea que necesita estar en buenos términos con el nacionalismo para poder gobernar, el acuerdo será imposible. Si esto cambia, ya sea por convicciones o por estrategia, se habrá despejado un obstáculo y la propia conformación de un bloque constitucionalista podría obrar milagros. No obstante, hay que ser realistas: tenemos a un nacionalismo que exige la independencia y habla de mandatos republicanos y, por otro, a un partido que va a entrar en el parlamento pidiendo la supresión de las autonomías. Y aun hay un tercero, Podemos, empeñado en acabar con la monarquía y partidario de incluir el derecho de secesión en la constitución. No es lo que podríamos llamar un momento propicio.
--Cuando el independentismo catalán recibe críticas, señala que se vierten desde el adversario, desde el nacionalismo español. ¿Ha existido ese nacionalismo español desde la transición?
--Yo diría que no. O que, si ha existido, se ha mantenido en un discreto estado de latencia. Cuando uno observa el estado de la opinión pública sobre el régimen autonómico, encontramos muy poca disposición a suprimirlo; eso ya es suficiente para descartar la existencia de ese monstruoso nacionalismo español que dibuja el nacionalismo. Lo que éste no puede esperar es que si se dedica a denigrar a los españoles y trata de secesionarse unilateralmente, reciba aplausos del conjunto de España o se le ponga una alfombra roja. Ocurre que el nacionalismo español es un enemigo muy útil. ¿Cómo podría el independentismo admitir que no existe o es marginal?
--¿El catalanismo ha triunfado y debería retirarse, o su principal objetivo –defender la lengua y la cultura catalanas y la modernización de España—todavía queda lejos?
--Yo creo que el catalanismo tiene que hacer su propio examen de conciencia tras el procés y redefinir sus objetivos. Hay, dicho sea de paso, un cierto paternalismo en esa idea de contribuir a la "modernización de España", ¿no cree? El catalanismo al rescate de la meseta... En todo caso, lo que el procés muestra es el resultado que produce una política de nacionalización sin freno a la que el catalanismo no es ajena: el sueño del sol poble ha desembocado en la perniciosa convicción de que las identidades culturales son incompatibles y que, en última instancia, la cultura catalana exige de un Estado. Yo pregunto: ¿es Rosalía cultura catalana? ¿O solo conforman la cultura catalana quienes se expresan en catalán? ¿Y qué hay de quienes, expresándose en catalán, no se adhieren a las tesis nacionalistas? ¿No son cultura catalana? No son preguntas ociosas, porque la tarea pendiente del catalanismo --si es que quiere ser algo distinto de un nacionalismo chic-- es demandar que las instituciones catalanas reconozcan la natural diversidad de su sociedad.
--¿Qué puede hacer el conjunto de España, y, por tanto, también sus ciudadanos, por completar el reconocimiento de su pluralidad?
--La pluralidad interior de España está más que reconocida en la Constitución, que es mucho más identitaria de lo que se dice; pendiente está en cambio el reconocimiento de la pluralidad interior a sus comunidades autónomas, en especial en las llamadas "nacionalidades históricas". Podríamos aprobar una Ley de Lenguas, claro, a condición de que el español no fuese maltratado allí donde existe una lengua propia... Sin lealtad federal y reciprocidad no vamos a ninguna parte, como es evidente. Por ejemplo, leo a quienes exigen de los españoles que lean literatura contemporánea en catalán, porque si no se sienten ofendidos y eso alimenta el sentimiento separatista, y me parece una actitud infantil. ¿Están ellos atentos a la literatura gallega o vasca? ¿Cómo puede pedirse una cosa así? Dejando aparte que los Institutos Cervantes ofrecen clase en todas nuestras lenguas, los escritores vascos o catalanes o gallegos reciben premios nacionales, sus películas son elegidas para competir por los Óscars... Más bien es necesario que el nacionalismo haga las paces con la cultura española en lugar de sostener una guerra permanente contra ella.
--¿Qué papel deben tener las élites? ¿Son incompatibles ahora con los deseos de una mayor democratización, o son indispensables, precisamente, para garantizar que las democracias funcionen?
--Sin élites, no hay democracia capaz de funcionar eficazmente. Otra cosa es que esas élites sean de la calidad necesaria y que los ciudadanos, en lo que a los partidos políticos se refiere, sean capaces de hacer una buena selección de las mismas. La contaminación populista de las democracias conlleva ese peligro: la descalificación de políticos y expertos como representantes del establishment. En todo caso, tenga usted en cuenta que en en las últimas elecciones catalanas, así como en las encuestas publicitadas desde entonces, el bloque del soberanismo mantiene intactos sus apoyos, incluso tras hacerse evidente que mintieron reiteradamente a sus ciudadanos. Por eso, es preferible no hacerse demasiadas ilusiones: ¡demasiado bien estamos!