Esta semana han juzgado a Quim Torra por negarse a retirar del balcón de la Generalitat uno de los pocos lazos amarillos que quedan en Barcelona. Porque, o yo me he acostumbrado a ellos –mal asunto–, o están desapareciendo paulatinamente. No los veo ni en las calles ni en las solapas o no, al menos, en tanta cantidad. Hay que andarse con ojo, porque antes era fácil identificar a los plastidecor, pero ahora van de incógnito.

Desconozco si detrás de esta reducción de lazos está la mano de Inés Arrimadas o de Cayetana Álvarez de Toledo o si es que el independentismo activo escucha a la niña Greta, pero mi realidad es que cada día hay menos plástico en la vía pública. Lo celebro, porque hay que ver lo que afean y lo que ensucian –nadie ha reparado todavía en lo que contamina el cadmio empleado para teñirlos–. Pero, al mismo tiempo, lamento que nos quedaremos sin saber por qué han elegido esta tonalidad maldita en el teatro para solidarizarse con los “presos políticos”. Nadie lo ha explicado, si bien hay varias teorías.

Todo comenzó con el encarcelamiento preventivo de los Jordis, ahora condenados. La ANC animó a sus fieles a representar con lazos amarillos su solidaridad con Sànchez y Cuixart y a pedir así su libertad. Sin embargo, nunca ha detallado el porqué de ese color. Algunos historiadores lo vinculan con la guerra de sucesión, cuando el virrey de Cataluña prohibió el uso de cintas amarillas a los partidarios del archiduque Carlos de Austria –casa de Habsburgo, relacionada con ese color–, contrario a quienes apoyaban al Borbón Felipe V –estirpe ligada con el azul–. También en la Cataluña del procés, en 2014, los senadores de CiU lucieron en la solapa el lazo amarillo en apoyo del butifarréndum del 9N, y explicaron la elección porque ese color forma parte de la senyera.

Pero el lazo amarillo no es invención independentista, aunque quienes lo lucen puedan creer que sí. A fin de cuentas, pretenden apropiarse de todo.

En el mundo anglosajón, por ejemplo, se utiliza este símbolo para el recuerdo de los soldados ausentes, un símbolo que proviene de la canción She Wore a Yellow Ribbon (Ella llevaba un lazo amarillo). Otra canción, Tie a yellow ribbon round the old oak tree (Ata una cinta amarilla alrededor del viejo roble), expresa con este distintivo la añoranza de quienes pasaban una temporada en la cárcel. Mientras, en Estados Unidos han utilizado las cintas durante la crisis de los rehenes en Teherán (1979) y en la primera Guerra del Golfo, en los años noventa.

El lazo amarillo adquiere significado político en algunas regiones de Asia (Indonesia, Hong Kong, Filipinas), aunque en otros países del continente se emplea para homenajear a las víctimas de algunos hundimientos de barcos (China, Corea del Sur), a modo de campaña para reintegrar a los presos (Singapur), y como reconocimiento a los profesionales que se convierten en modelos públicos (Japón). En Italia también se relaciona esta señal con los prisioneros de guerra, mientras en Alemania, Dinamarca, Suecia y Canadá sirve como homenaje a los soldados y las tropas de nuestros días o de tiempos pretéritos.

En años más recientes se está asociando el lazo amarillo a la solidaridad con los familiares de niños desaparecidos –caso de Madeleine McCann–, secuestrados o asesinados. Pero también con los enfermos de espina bífida y las mujeres afectadas de endometriosis. Además, es el símbolo del Día Internacional de la concienciación sobre los efectos del ruido. Vamos, que sirve para cualquier cosa, incluido el Día para la prevención del suicidio. Y aquí podría estar el quid de la cuestión. A ver si la iniciativa de la ANC trascendía del apoyo a los Jordis y lo que pretendía era lanzar un mensaje subliminal a los fanáticos para que apretasen sin ahogar, no vaya a ser que se pasen de la raya y conduzcan al independentismo a un suicidio colectivo, metafóricamente hablando. Ay que les han vuelto a engañar.