No nos equivoquemos: aunque la economía española pueda sufrir algún leve contratiempo y las elecciones generales del 10 de noviembre pueden alterar, incluso provocar alguna desgracia, el mayor problema de este 2019 empieza en unas horas en Cataluña.
Decía Cervantes que cuando la zorra predica no están seguros los pollos. Y la prédica ha regresado en forma de penosa sesión parlamentaria esta semana. Si la estupidez del independentismo ha alcanzado cotas inimaginables por su mentira y falta de honestidad, las diferentes sensibilidades del constitucionalismo o los distintos niveles de ambigüedad, tanto da, son igual de nocivos para resolver el actual estado de cosas.
Mañana se cumplirán dos años del referéndum ilegal que organizó el procesismo. Esa es una efeméride que sus promotores intentarán jugar como sea. Para ellos fue el momento del martirologio colectivo, de supuesta inmolación democrática de una parte de la sociedad catalana y de muestra visual de la existencia de un Estado represor y tirano. En una tierra tan aficionada a la épica y a las conmemoraciones de perfil romántico, el nacionalismo disparará ese cartucho. Seguro.
Fue Goethe quien alertó de que los verdaderos peligros se centran casi siempre en aquellos que nada tienen que perder. Y una parte del independentismo, frustrado, sectarizado y enloquecido, puede liarla parda. Entre otras cosas, porque poco, o nada, tienen que perder aquellos que abrazan la fe y están dispuestos incluso a dar su vida por ella. Tiene la pinta que los CDR que un juez de la Audiencia Nacional ha enviado a prisión sin fianza en aplicación de la ley antiterrorista eran parte no insignificante de ese conjunto.
No obstante, hay conceptos a definir con más claridad. Una cosa son los procesistas y otra, matizada, los independentistas. Puede parecer un chiste de Gila, pero hay distinciones que convienen. Los primeros tienen mucho que ver con un nacionalismo tan cansino como pragmático, antaño CiU hoy ERC, y con una parte de los que han hecho de la espiral soberanista su modus vivendi (en la función pública, en los medios de comunicación, en las empresas e instituciones económicas y en cualquier ámbito). Los segundos, sin embargo, son los instrumentalizados en una etapa inicial por los primeros. Más tarde, quedan transmutados en descontrolados dogmáticos. El independentista original, aquel del 15% histórico, se ha reforzado por todos los que han tomado la comunión procesista en los últimos años sumándose a un pequeño ejército de almibarados manifestantes de clase media y medio rural.
Más aclaraciones. Es cierto que el independentismo ha sido pacífico en términos generales. Siempre, claro, que no se considere violencia la coacción de un marco mental nacionalista que imponía una lengua en la escuela, se infiltraba en las instituciones, entidades y medios de comunicación para generar hispanofobia, arrebataba a una parte de los catalanes el vínculo y los afectos con el resto de territorios de España, se expresaba con superioridad moral respecto a otros ciudadanos y, en síntesis, tocaba las narices con la apropiación del patrimonio común de la Cataluña plural y diversa. Sería necesario que tampoco entendamos como afrenta violenta la vulneración del marco legal en el parlamento de todos, el aplastamiento de la separación de poderes y que quieran gobernar la comunidad con un caciquismo propio del franquismo. O que nos hagamos los muertos y consideremos que los escraches, pintadas, ataques vandálicos y otras muchas expresiones de búsqueda del terror y fomento del odio al adversario ideológico sean una versión postmoderna de la libertad de expresión. Este medio lo sufrió en manos de los cachorros de la CUP y un año y medio más tarde seguimos sin noticia alguna de las acciones judiciales o policiales realizadas para poner coto o ajusticiar a sus autores. Eso, pese al supuesto interés inicial de la Fiscalía de Delitos de Odio…
En ese contexto, la reacción fanatizada de Quim Torra al encarcelamiento de los CDR violentos pillados con las manos en la masa y cómo le ha secundado una parte de la mayoría política que gobierna Cataluña no son más que el preludio de lo que viene. Si toda la esperanza hay que depositarla en el semblante serio del vicepresidente republicano Pere Aragonès en su escaño mientras sus compañeros de bancada realizaban una de sus perfomances parlamentarias estamos realmente jodidos si se me permite la expresión. El presidente de la Generalitat es un cupero con traje y corbata, como Laura Borràs, la enviada especial a Madrid. Y Aragonès y los suyos tienen todavía mucho que demostrar en términos de cordura política y pulsión convivencial.
Es cierto y shakespeariano que los peligros visibles nos atemorizan menos que los imaginarios, pero permitan que hacer prospectiva de los días que nos vienen nos ligue con el horror, aunque sea, de momento, una previsión. El independentismo radical anima al procesismo a practicar la desobediencia civil en el momento en que se conozca la sentencia del Supremo. De momento, lo único que atienden Torra y los suyos es la amenaza del 155 y la acción de los jueces. Véase la guerra de las banderas en la fachada de la Generalitat o la fina línea que divide algunas manifestaciones de esos grupos entre lo lícito y lo ilícito. Aunque Carles Puigdemont, el principal agitador y director de escena a distancia, tenga ya muy poco que perder, sobre todo a la vista de cuál será su futuro carcelario más previsible.
Mientras ellos están en la fase de perdidos al río, en el constitucionalismo ha vuelto a quebrarse la unidad en la respuesta. Ciudadanos montó su show en el Parlament, que es lo mejor que han hecho desde que ganaron las elecciones en diciembre de 2017. Tienen esa visión de que los votos sólo se movilizan por las imágenes televisivas y que los programas o las estrategias ideológicas son como los pañuelos Kleenex.
Socialistas y populares, sin embargo, asistieron cabizbajos y avergonzados en la Cámara catalana a la aprobación de resoluciones sin valor ejecutivo, pero que pedían la salida de la Guardia Civil de Cataluña por cumplir con su deber y obligación constitucional o se adelantaban al espíritu de la decisión del Supremo. Un proverbio de la Europa del este sostiene que está permitido, en tiempo de gran peligro, “andar con el diablo hasta haber atravesado el puente”. Quizá por eso los dos grandes partidos nacionales no se levantaron de sus escaños, como sí hicieron en 2017. O, más probable, porque la campaña electoral española está viva y cada actuación tiene más significación en clave de búsqueda de voto que como compromiso con sus programas y postulados. Los discípulos de Pablo Iglesias en el Parlament volvieron a despertar añoranzas sobre liderazgos como los de Joan Coscubiela en 2017, cuando decidieron esta vez votar alguna resolución con la mayoría independentista.
Todo Madrid anda ya enfrascado en qué decidirán el 10N los españoles, pero de nuevo se pierde de vista que Cataluña puede provocar un nuevo estallido de inestabilidad de dimensiones desconocidas. Que el otoño puede resultar caliente es a estas alturas un Perogrullo monumental. Más difícil de saber es cuánto contribuirá la situación catalana y los movimientos de una parte de sus dirigentes y ciudadanos a poner en riesgo y grave amenaza el bienestar colectivo de España.
Algunos nos tememos lo peor.