Con la huelga que está prevista para hoy, la Generalitat contribuye a lo que es un proceso revolucionario de manual. Con la CGT y la CUP como principales aliados, la insurrección popular para derrocar a Mariano Rajoy amenaza de cerca la convivencia en Cataluña y, por extensión, en el resto de España.

Es legítimo que muchos ciudadanos catalanes no quieran que les gobierne un político sin grandes reflejos para resolver lo que ya es el principal problema de España desde el levantamiento del teniente coronel Antonio Tejero el 23 de febrero de 1981. Igual que debe respetarse que en las dos últimas convocatorias electorales el PP lograra ser la fuerza más votada por todos los españoles fuera del territorio catalán.

Que Rajoy no disponga de una mayoría amplia en el Parlamento español ha sido visto por una parte de la izquierda española y por la totalidad del nacionalismo catalán (retengan el silencio vasco) como una dorada oportunidad para desplazarlo del poder. Es obvio que el presidente del Gobierno no está haciendo méritos para que nadie defienda sus tesis y continuidad: prometió que no se repetiría el 9N con tan poca fortuna que, además de repetirse en esencia, logró las fotos que los promotores independentistas deseaban para internacionalizar el conflicto, la violencia de Estado.

La simplificación de los mensajes, la propaganda bien utilizada y la ganancia constante de complicidades hacen prever un futuro complejo para Cataluña. Sin ánimo apocalíptico no puede descartarse ningún escenario, ni tan siquiera el conflicto

Los errores que acumula el dirigente conservador empiezan a ser excesivos para que sus responsabilidades políticas queden tapadas por la insurrección catalana. A los nacionalistas que se han saltado las leyes y han utilizado una parte de la población a su favor les importa poco ya quién tienen enfrente. De hecho, trabajan con la hipótesis de que la independencia justifica todos los medios que se empleen para alcanzarla. A Carles Puigdemont y a Oriol Junqueras sólo les queda una salida dual: triunfar en la revolución emprendida o acabar en prisión y con su patrimonio personal y político destruido. Desde esa perspectiva, y sólo desde esa visión personal tan prosaica, puede entenderse la súbita valentía que les lleva a desobedecer generando un estado de cosas que, en el mejor de los casos, será un auténtico desastre social y de país.

La simplificación de los mensajes, la propaganda bien utilizada y la ganancia constante de complicidades hacen prever un futuro complejo para Cataluña. Sin ánimo apocalíptico no puede descartarse ningún escenario, ni tan siquiera el conflicto. ¿Qué pasará con los Mossos d'Esquadra si se declara la independencia de forma unilateral?, ¿qué obediencia legal practicarán, la misma que en los últimos acontecimientos? Mientras Rajoy y su escasa diligencia política se dedica a pensar qué hacer, Cataluña puede haber emprendido por los hechos un viaje de ida en el que los ciudadanos no contemos necesariamente con un billete de regreso.

El análisis primario de la situación que el PP y el Gobierno han realizado --atribuyendo todo lo que acontecía en territorio catalán sólo a las exigencias de una élite dirigente enloquecida por razones económicas y con la CUP como acicate-- hacen difícil el hallazgo de una solución efectiva. En Cataluña, la falta de oportunidades, el empobrecimiento y la escasez de expectativas de una parte importante de la sociedad han sido hábilmente utilizadas por el independentismo e ignoradas por los dirigentes de Madrid. De ahí que de la queja política de las últimas décadas a la insurrección sólo quede una fina línea que es ahora muy fácil de cruzar y muy compleja de volver a pintar sobre el terreno.