El PP y Ciudadanos han convocado una concentración para el domingo en Madrid bajo la gran bandera que preside la plaza de Colón. Un acto al que se ha sumado Vox, que de momento solo tiene presencia en una cámara autonómica, pero que se apunta a la fiesta.

En realidad, el motivo de la movilización no es muy importante; y no lo es porque los promotores de la protesta saben que el asunto del relator no tiene mayor trascendencia, que si Pedro Sánchez ha accedido a la petición nacionalista es para ganar tiempo y llegar al 2020.

También saben que una mesa de partidos para abordar cualquier cuestión --la territorial en ese caso-- no tiene el menor sentido: para eso ya está el Congreso de los Diputados. Ninguna de las organizaciones llamadas a participar es extraparlamentaria, lo que quiere decir que en realidad ese organismo duplica inútilmente a las Cortes, aunque con una prima para los que tienen menos diputados, puesto que los nacionalistas catalanes proponen dos sillas por partido. Su estrategia es hacer ruido y ganar visibilidad. En Cataluña también montaron algo semejante, fuera del Parlament, y es menos que una costellada.

Veremos qué ocurre el domingo. Está claro que si logran una gran afluencia redoblarán la presión para forzar elecciones anticipadas: se les agota el tiempo para que coincidan con las municipales, autonómicas y europeas. El superdomingo.

De momento, han conseguido crispar el ambiente como hacía tiempo que no ocurría. Recuerda aquella etapa del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero cuando la cúpula de la Iglesia católica y el PP hicieron de la pancarta y la calle el escenario principal de su actividad política.

La tensión forma parte de la estrategia de ciertos partidos en el acoso a sus adversarios. Al final, termina por invadir y distorsionar todo. Como sucedió el martes con la desafortunada intervención del fiscal de la Audiencia Nacional Pedro Rubira. Todo el mundo sabía que no cuestionaba la imparcialidad de la judicatura catalana, sino que se refería a la presión sobre jueces y fiscales tolerada, cuando no promovida, desde la Generalitat.

En Cataluña, los activistas han atacado viviendas de jueces y fiscales, se le ha hecho escrache a un juez, se ha acosado públicamente a una fiscal. Organizan simpáticas performances con mierda contra las puertas de los juzgados. Y se ha llegado incluso a organizar desde el Govern una manifestación y concentración en torno a la sede del TSJC.

Solo la crispación, que alcanza a todos los estamentos, explica que el TSJC respondiera a la metedura de pata de Rubira de forma destemplada acusándole de perpetrar un “ataque muy grave y sin justificación” a la administración de justicia en Cataluña. La sala de gobierno del tribunal se sintió en la obligación de subrayar algo obvio e innecesario: hace tanto tiempo que el nacionalismo la ha puesto en cuestión que al final los propios magistrados creen que esa idea ha calado y que deben salir al paso. La crispación, efectivamente, da réditos.