En Cataluña es más fácil vivir que pensar. Lo primero resulta sencillo, es una tierra avanzada, o al menos lo era, pero lo segundo se está poniendo realmente difícil. No sólo para el pensamiento disidente del oficial --proceder así se considera un ultraje a la patria y a la nación--, sino incluso para el propio (vean los mamporros que se dedican los independentistas entre sí). El discurso es tan único, unívoco y finalista, que ha alcanzado un estadio en el que no se admiten ni tienen cabida los matices.

Pensar de manera opuesta al nacionalismo hegemónico en el poder político se ha puesto complicado en la escuela, el trabajo, la universidad y hasta en el uso del tiempo libre. Imagínense, por tanto, la hercúlea tarea que supone editar desde Barcelona un medio de comunicación que se enfrenta a esa unicidad ideológica y que defiende valores constitucionales por encima de cualquier partidismo coyuntural.

A Crónica Global jamás nos lo han puesto fácil. Tampoco lo pretendíamos, dicho sea de paso, y por lo tanto jamás pedimos una subvención pública ni solicitamos a la Generalitat que nos incluyera entre los medios de comunicación con los que distribuir sus campañas publicitarias. Ejercer el periodismo a favor de un gobierno es, en cualquiera de los casos, una experiencia profesional desaconsejable.

 

Tenemos la amarga sensación de competir en un mercado periodístico con un brazo atado a la espalda, con un pesado lastre que persigue frenar nuestro avance

 

A los regentes nacionalistas de los últimos años les importa poco nuestra existencia porque intentan balancearla inyectando ingentes cantidades de dinero público en estimular a nuestros competidores. Esa es la triste realidad con la que convivimos en la defensa de nuestras convicciones. Si acaso, nuestra presencia crítica les incordia, como le pasaba al exconsejero de Salud Antoni Comín cuando pusimos de manifiesto su incapacidad para la gestión de algo tan importante como la sanidad pública. Al final, tenemos la amarga sensación de competir en un mercado periodístico con un brazo atado a la espalda, con un pesado lastre que persigue frenar nuestro avance.

Pese a eso, pese a los ataques vandálicos que hemos registrado en los últimos tres meses --los mismos en los que la efervescencia política ha subido peligrosamente de tono--, los lectores se han empecinado en darnos su apoyo y cobertura. Es todo un consuelo que existan quienes, en un entorno en el que la disidencia tiene tan alto precio, se cobijen en la actitud intelectual crítica de este medio y en el rechazo al uniformismo al que pretenden someternos desde los poderes políticos y las instituciones públicas. Es caro, pero todo lo bueno al final tiene un precio que conviene pagar en defensa de los verdaderos valores democráticos. No es ni tan siquiera heroico sobrevivir en un entorno tan hostil, sino más bien una obstinación profesional en nombre de los que se niegan a renunciar. No pasa nada porque sean otros quienes emitan arengas de defensa de la democracia porque empieza a resultar evidente que en el subyacente de sus discursos encierran un totalitarismo de baja intensidad que propina un daño terrible a nuestra comunidad.