Vaya por delante que Cataluña, a diferencia de lo que sostiene Quim Torra, sí podrá gestionar el ingreso mínimo vital. Una ayuda destinada a los más desfavorecidos que el maximalismo de la cada vez más extrema derecha española califica de chavista, aunque todas las comunidades autónomas contemplan ya medidas de este tipo, siendo Luxemburgo, Dinamarca y Holanda los países que destinan más dinero a esas personas en situación de pobreza extrema.
Lo que pasa es que el Gobierno ha decidido que País Vasco y Navarra comiencen a administrar ya ese ingreso mínimo, mientras que el resto de comunidades autónomas de régimen común lo hará a partir de 2021. Parece que a Torra le ha entrado la prisa, la que no tiene a la hora de conceder la Renta Garantizada de Ciudadanía (RGC), que solo llega a uno de cada cuatro solicitantes. Y lo que es casi peor: obliga a estas personas desesperadas a pasar por un vía crucis legal y judicial para reclamar sus derechos. De ese maltrato administrativo ha hablado en diversas ocasiones el grupo promotor de la Iniciativa Legislativa Popular (ILP) que permitió aprobar esa Renta hace casi tres años. Poca información y mucho "Vuelva usted mañana".
De ahí el temor que provoca a la oposición parlamentaria que ese avance en el estado del bienestar --del que Joaquín Romero daba cuenta ayer en esta misma columna-- caiga en manos de un Govern que siempre ha dado la espalda a la pobreza en Cataluña.
Argumentos, los de siempre: que si el Estado es colonial y paternalista, que si nos debe dinero, que con la independencia todo funcionaría mejor en Cataluña… Cabe preguntarse entonces de qué sirven esos 40.000 millones de euros que administra la Generalitat, el presupuesto más alto de una autonomía en España. Porque sin política industrial --los 2,9 millones destinados a automoción son irrisorios--, sin partida destinado a combatir la segregación escolar --agudizada durante esta pandemia debido al aumento de la brecha digital-- y sin dinero para luchar contra la violencia de género --el Govern se limita a gestionar el dinero del Pacto de Estado y poco más--, se hace difícil calcular a dónde va a parar ese gasto catalán. Las partidas destinadas a Sanidad y Educación han aumentado, pero están lejos de las cifras de 2010.
¿Es una cuestión de dinero o de gestión? ¿De falta de previsión o de desinterés por un colectivo depauperado que no da votos? Porque, acabemos con la farsa, parece que a la Generalitat no le interesa demasiado cumplir sus compromisos con quienes no forman parte de su caladero de votos, aquellos que no tienen ingresos y que pusieron todas sus esperanzas en una RGC que debe ser complementaria del ingreso mínimo vital.
Si, como dice la líder de los comunes en el Parlament, Jéssica Albiach, la gestión catalana sirve de excusa a Torra para recortar la partida destinada a RGC, casi mejor que esa competencia no llegue nunca. Existen precedentes de ese birlibirloque en las partidas sociales que acaban siendo destinadas a propaganda independentista. O fondos europeos destinados a políticas de empleo juvenil en plena época de crisis y de recortes de Artur Mas y que nunca se ejecutaron.
Junts per Catalunya y ERC impidieron que se dieran explicaciones sobre ese desvío. Porque para eso sí cierran filas. Otra cosa son las peleas preelectorales. Pero a la hora de tapar sus fracasos sociales, recuperan enseguida la unidad.
Por ello, casi es preferible que Torra, representante de un gobierno agonizante, no maneje según que partidas. Veremos en qué queda su plan de choque para reconstruir Cataluña tras la crisis económica y social provocada por el Covid-19. Porque el historial de gestión de este gobierno --que se mira en la opresión racial de Estados Unidos, pero ignora la situación de los temporeros en Lleida-- deja mucho que desear.