Es obvio, pero el procés nos ha hecho olvidar conceptos tan elementales como que no todo en esta vida es blanco o negro y que los maximalismos no conducen a nada. El empeño ideológico de Ada Colau en desprivatizar la gestión del agua se ha saldado con un mazazo judicial en el Tribunal Supremo. De los vericuetos administrativos y jurídicos del caso hemos dado buena cuenta en Crónica Global a lo largo de estos años. Y también de que los prejuicios políticos conducen a decisiones erróneas.

Lo importante en un servicio público es la eficiencia y, que sepamos, Agbar no solo ha dado muestras de ello sino que, además, ha demostrado una vocación social de la que carecen otras compañías. A diferencia de éstas, la suministradora del agua de Barcelona nunca ha cortado este suministro a una persona por impago. Dicho de otra manera, la externalización de servicios públicos es algo perfectamente legal y en algunos casos, necesario. Otra cosa es el abuso, el amiguismo y el descontrol por parte de las administraciones públicas. No es el caso que aquí nos ocupa.

Entre 2002 y 2017, Agbar otorgó a un total de 16.400 familias (más de 50.000 personas) bonificaciones para pagar el suministro, lo que supuso destinar más de 5,7 millones al Fondo de Solidaridad para garantizar el derecho al agua para las personas en riesgo de exclusión social. Así lo explicó el presidente de Agbar, Ángel Simón, en una conferencia celebrada en la Cámara de Comercio de Barcelona. Por aquel entonces, el populismo independentista no había asaltado los órganos de gobierno de esta entidad, hoy presidida por Joan Canadell, salido de la cantera de la Assemblea Nacional Catalana (ANC) e impulsor de una lista de empresas patrióticas.

Ese secesionismo irredento se ha ido infiltrando en las estructuras de la Generalitat hasta propiciar la investidura de Quim Torra, un presidente que fue juzgado el pasado lunes por desobediencia y que asegura estar por encima de los magistrados. Dudo que lo esté, jurídicamente hablando, pero lo cierto es que está muy por debajo de la eficiencia en gestión que se espera de una persona con su cargo.

El Ejecutivo catalán es un buen ejemplo del crecimiento “desproporcionado de las privatizaciones”, como denuncia un informe sobre servicios sociales que ayer publicamos, y también de una de las mayores chapuzas que tienen que ver con el agua: la concesión de Aigües del Ter Llobregat (ATLL) a Acciona, en detrimento de Agbar, que también impugnó el concurso ante el Supremo y ganó.

El modelo de privatización impulsado por Jordi Pujol en los 80 se fue construyendo sobre la marcha, dando cabida a empresas que, una vez convertidas en un lobby potente, ya no salieron de un sistema. Hasta que la Justicia destapó las mordidas del 3% para financiar Convergència, mientras que los recortes aplicados por Artur Mas, que todavía no se han revertido, asfixiaban a esas empresas privadas o concertadas encargadas de prestar esos servicios públicos. Así lo denuncia el citado informe, así como las fundaciones que se dedican a atender a las personas con autismo y los trabajadores de centros de protección de menores concertados, discriminados por Generalitat.

Curiosamente, el origen de la polémica ‘ley Aragonès’ impulsada por ERC pretendía acabar con las corruptelas convergentes dando prioridad a los criterios de calidad y a la concesión de contratos a entidades sociales. Sin embargo, este proyecto de ley de contratos de servicios a las personas tiene el dudoso honor de crear insatisfacción, tanto entre las sociedades mercantiles, patronales y pymes porque favorece a empresas de economía social o empresas sociales, mientras que un centenar de asociaciones que defienden la gestión estrictamente pública temen el blindaje de las externalizaciones.