La palabra es perversión. Es como se puede calificar la actuación de los dirigentes del llamado procés a lo largo del otoño de 2017. Fue perverso para el conjunto de los ciudadanos catalanes, pero, principalmente, para los propios ciudadanos que apostaron por la vía independentista y que han votado en los últimos años a los partidos independentistas. Las luchas internas, para alcanzar en algún momento la hegemonía política, han tenido consecuencias muy negativas para todos los catalanes. Sin embargo, y ahí está el secreto de toda la operación y de los posibles castigos penales, esa lucha entre Convergència y sus mutaciones y Esquerra Republicana no escondía que se quiso lograr la independencia, aunque de forma tangencial. Se jugó con los ciudadanos independentistas, pero había un porcentaje pequeño de posibilidades de alcanzar el sueño, en función del alcance de las movilizaciones en la calle y de la posible respuesta de los países de la Unión Europea.
Hay una cuestión que nadie debe menospreciar, al margen de la posición que se tenga respecto al proceso independentista. El 1 de octubre será crucial para muchas generaciones, de jóvenes y de catalanes de avanzada edad. Costará entenderlo o no, pero ha sido así. En la mañana del 1 de octubre, miles de catalanes acudieron a sus colegios electorales, porque habían confiado en sus dirigentes políticos, al frente de la Generalitat, con el objeto de votar un referéndum de autodeterminación. Querían votar como si no hubiera un mañana.
Enfervorecidos --"queremos votar"—, caminaron hacia las urnas, que ellos mismos habían custodiado en sus casas. Quizás el elemento que se deba estudiar con detalle en el futuro es ese: cómo y por qué tantos catalanes consideraron que no podían hacer otra cosa que votar por la independencia de Cataluña, porque seamos también serios: los que querían votar expresaban al mismo tiempo su deseo de apostar por la independencia. Necesitaban votar por la autodeterminación de Cataluña, como si fuera lo último que les quedara en sus vidas.
Hubo muchas contradicciones internas en el seno del Gobierno catalán ese día. Consejeros que querían parar la votación, que, incluso días antes, pedían al presidente que lo dejara estar, que las cosas se podían complicar. Lo ha expresado con claridad la exconsejera Clara Ponsatí. Pero se decidió seguir, a pesar de que se corría el riesgo de que el Gobierno lo tratara de impedir con formas coercitivas, como así ocurrió, con cargas policiales injustificables. Era la fotografía que se quería, era el error que se deseaba que el Estado cometiera. Y lo cometió.
Sin embargo, después no pasó nada. No hubo una declaración de independencia inmediata. Aparecieron las dudas y Carles Puigdemont, desbordado porque el traje de presidente de la Generalitat siempre le ha venido grande, y más en las circunstancias que él provocó, pronunció una declaración días después en el Parlament que él mismo rectificó al cabo de unos segundos. A pesar de todo, la declaración se produjo el 27 de octubre, pero no se quiso defenderla. Fue todo como una escenificación que no debía suponer ningún castigo. Un juego. Una vez más, un juego del mundo nacionalista, con las características tretas internas para conseguir y mantener el poder.
Pero, ¿y los ciudadanos, los independentistas en primer lugar, los que lo han visto fatal y los que han acabado por no entender nada? Para ellos confusión y desprecio, con una estrategia perversa, porque pudo pasar una verdadera desgracia de la que todavía no somos plenamente conscientes.
La perversión se acrecienta, cuando se percibe que se trató de un golpe de estado posmoderno, con muchas dificultades para encajar todo lo que sucedió en el Código Penal, y de ahí los problemas del juez Pablo Llanera. Como explica Pau Luque en su extraordinario libro La secesión, en los dominios del lobo, “la técnica posmoderna parece estar especialmente diseñada para ser en buena parte inmune a responsabilidades penales”.
Se pretendió romper con España, pero no se llegó a hacer. Se quiso, aunque no era el objetivo principal. Esa fue la perversión de los dirigentes del procés, que los mismos ciudadanos independentistas que creyeron en ellos han comenzado a entender, muy lentamente.
Por ello, el peligro ahora es que esos ciudadanos rompan los lazos con las estructuras propias de los partidos. En la ANC existe un movimiento vigoroso, con gurús mediáticos que --también de forma irresponsable porque lo hacen desde posiciones cómodas (de "en tomando el té", como diría Josep Pla)-- señalan de forma nítida el problema: las fronteras de los países –los dominios del lobo como describe con acierto Pau Luque— se transforman con cambios políticos de envergadura, con arrojo, y exigen sacrificios. ¿Se está o no en esa tesitura, se quiere o no, hay algún país que reconocerá Cataluña como estado?
Todo lo demás seguirán siendo juegos, eso sí, con un coste enorme, con una irresponsabilidad total por parte de una elite política que, pase lo que pase en la causa del juez Llarena, debería quedar en fuera de juego para siempre.