Ocho años después del aterrizaje en la alcaldía de Ada Colau su mayor consecución, el principal de sus méritos como gobernante, es haber liderado y contribuido a desvanecer de manera colectiva el orgullo sobre Barcelona.

La sensación que durante décadas hemos acumulado los barceloneses de nacimiento, residencia, adopción o profesión –que hacía de la Ciudad Condal una urbe sobre la cual enarbolar y defender un estandarte de modernidad, europeísmo, calidad de vida y pluralidad social, cultural y política— ha desertado con la misma velocidad que lo hacen las aguas del Besòs o del Llobregat para desembocar en el Mediterráneo. Hoy, gracias a la herida infligida por Colau y los suyos, Madrid es la metrópoli del orgullo y Barcelona apenas alcanza a ser la de la resignación.

La vanidad colectiva y exportable que producía Barcelona entre sus residentes no se ajustaba a los límites del municipio. Se extendía entre los habitantes del entorno metropolitano que la circunda. De hecho, y con pocos matices, se prolongaba al conjunto de catalanes, que veían en su capital un referente de contraste con el resto de Cataluña, donde convivía lo tradicional, lo rural o la vecindad con otras tierras. Varios millones de barceloneses vivían y sentían una profunda admiración por el espacio que compartían. El resto de españoles querían visitarla, compartir el aire del mar, su gastronomía, la estética avanzada de un urbanismo innovador mezclado con la tradición, su capacidad emprendedora y la alta profesionalidad de sus actividades.

Ocho años han sido suficientes para que el principal activo de la marca Barcelona saltara por los aires y se hiciera añicos. El orgullo que se construyó en la segunda mitad del siglo XX y se ratificó con el movimiento olímpico de 1992 es hoy un melancólico recuerdo para una generación que lució la pertenencia y el vínculo con la ciudad de los prodigios. Un mandato de supuesta orientación progresista ha resultado tan nocivo como letal para un sentimiento que tardó décadas en construirse y se ha diluido en apenas unos años.

Llegan las elecciones en mayo y la precampaña está lanzada. Todos los partidos han designado ya a sus cabezas de lista y salvo sorpresas de última hora toda la carne que se podrá votar está en el asador. Estas elecciones tendrán un denominador común: todos contra Ada Colau. Lo que resulta una coincidencia en la crítica puede convertirse, gracias al márketing electoral, en un plebiscito sobre la edil. Convenientemente victimizada, la alcaldesa acabará presentándose como una de las grandes opciones frente a todas las demás. La ausencia de matices es una de las peores noticias para la ciudadanía.

En los programas electorales que nos proporcionarán se hablará de los grandes retos de la capital: seguridad, vivienda, limpieza, movilidad… Pocos candidatos, o casi nadie, se atreverá a jugar el discurso emocional, el que más une a la ciudadanía, con propuestas para recuperar el orgullo de Barcelona. Hoy es capital ilusionar a un electorado mosqueado con sus gobernantes y dubitativo sobre las posibilidades de retornar al esplendor pasado. Esa línea argumental sería un aglutinante de primer nivel.

Las políticas que se ejerzan desde una u otra perspectiva contribuirán a reconstruir un modelo de localidad que compita de nuevo con Madrid y las grandes capitales europeas. Tener resueltas las necesidades de los ciudadanos de manera correcta, por la vía del consenso y la transacción, era el principal componente de la fórmula magistral que daba lugar al orgullo barcelonés. Luchar por su recuperación sería una de ofertas electorales que más contribuirían al éxito de cualquier opción. Más todavía cuando la candidata de los comunes, Ada Colau, sigue empecinada en mantener su falsa lucha contra los poderosos sin darse cuenta de que el verdadero poder ha radicado siempre en aquellos ciudadanos que vestían por el mundo con orgullo y altivez una camiseta con el nombre o con motivos de la Barcelona que admiraban.