El recurso del PP contra los decretos de la Generalitat de medidas urgentes para mejorar el acceso a la vivienda es una buena noticia. Es inaceptable --además de, probablemente, ilegal, según advirtió en su momento el Consejo de Garantías Estatutarias-- que la administración favorezca la okupación de las viviendas, como es el caso. Y el hecho de que la norma esté dirigida a los grandes tenedores tampoco es justificación suficiente para apropiarse, por la cara, de un piso ajeno.

Pero la impugnación de estos decretos no es suficiente. La okupación de viviendas es un problema mucho más grave de lo que parece y, salvo que se tomen medidas drásticas, irá en aumento.

Antes de entrar en reflexiones de toda índole, cabe destacar que hay un elemento inapelable en esta cuestión, como es el derecho a la propiedad privada, recogido en los textos constitucionales de todas las democracias. No puede invocarse otros derechos a costa de este. El “derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada” (artículo 47 de nuestra carta magna) no faculta para okupar la casa de otro. Tampoco en el caso de que este sea un banco o tenga diez pisos cerrados. Convendría tener esto claro.

A partir de aquí, es razonable debatir sobre las dificultades de acceso a la vivienda de una parte de la población. Es fácil entender que no es lo mismo el impago de la hipoteca o del alquiler por parte de una familia que se ha quedado sin recursos a causa de la crisis económica, que la toma de un inmueble por un grupo de jetas que constatan que esa es la opción más barata para vivir. Parece lógico diferenciar entre la situación de una familia vulnerable y la de unos mafiosos que se atrincheran en un piso y exigen a su propietario una cantidad de dinero a cambio de marcharse o le dan el pase por un módico precio a otros caraduras que lo okupan.

Lo lamentable es que las leyes actuales permiten a los segundos aprovecharse de unas prerrogativas (quiero creer que) pensadas para los primeros. Y más vale que empecemos a concienciarnos de que eso debe cambiar.

Este verano, no serán pocos los que se encuentren una desagradable sorpresa cuando vayan a sus segundas residencias. Muchos van a descubrir que sus apartamentos están okupados. En las ciudades costeras se están multiplicando los casos.

En las últimas semanas también han aumentado los arrebatos de ira de vecinos de algunas poblaciones contra okupas instalados en sus barrios que se dedican a actividades delictivas, haciendo necesaria la intervención policial.

Por no hablar del boyante y creciente sector de las empresas que ofrecen su mediación para solucionar con rapidez y determinación los casos de okupación --Desokupa es la más conocida--. O de que cada vez más gente se toma la justicia por su mano.

Es indudable que las personas que sufren y sufrirán el impacto de la crisis deben ser atendidas dignamente. Por ley y por justicia. Lo que no es razonable es que esa atención la tenga que asumir un particular que haya tenido la mala suerte de que le toque lidiar con un okupa. También por ley y por justicia.

La situación actual --y la que vendrá-- requiere de decisiones políticas urgentes, valientes y rotundas. Es imprescindible habilitar mecanismos legales para el desalojo exprés de los okupas. Del mismo modo que es indispensable establecer normativas que obliguen a las administraciones a hacerse cargo de forma efectiva y diligente de los que no puedan acceder a una vivienda.

Alrededor del 75% de los españoles tiene una o más viviendas en propiedad, y constituye el elemento fundamental y diferencial de la clase media y mayoritaria (aunque menguante) en España. Ver la creciente tendencia a la okupación con comprensión, simpatía, indiferencia o tolerancia supone aceptar con naturalidad otro golpe contra el estrato social que, mediante sus impuestos, mantiene nuestro estado del bienestar. Es, también, quedarse de brazos cruzados ante una ilegalidad flagrante y prolongada en el tiempo que normalmente queda impune. Además, conlleva mantenerse impasible frente a una actividad delictiva que daña la seguridad jurídica y ahuyenta las inversiones, hoy más necesarias que nunca. Pero, sobre todo, implica mirar hacia otro lado ante una injusticia que puede acarrear consecuencias sociales impredecibles.