Siempre buscamos certidumbres, agarraderos que den sentido a nuestros actos y creencias. Muchos los encuentran en la fe religiosa. Otros seguimos buscando.

Los catalanes, por si fuera poco, tenemos una búsqueda adicional: quién será capaz de poner esta tierra de nuevo en el mapa y cartografiará el orden y el sentido común. Los políticos nos han brindado toda una suerte de despropósitos que han multiplicado la desconfianza de la ciudadanía. No hay gobierno que funcione ni proyectos alternativos que echarse a la boca. La sociedad ha resistido. Unas veces muy próxima a la efervescencia del debate público. En otras ocasiones, del todo distanciada.

Casi nadie sabe qué pasará con exactitud en las elecciones de febrero, pero cunde la convicción extendida de que la mutación será mínima. Sea cual sea la combinatoria final de gobernabilidad, la Cataluña productiva y eficiente que deslumbró no regresará sin dar carpetazo definitivo a la radicalización populista de los últimos años.

Entre tanto, las medidas restrictivas que la Generalitat ha aplicado para evitar el contagio vuelven a poner en peligro una parte importante de la actividad económica. Sólo unos gobernantes cobardes y temerosos del impacto electoral de sus actuaciones son capaces de aplicar tan amplia limitación. Mientras, Madrid sigue abierto, con su hostelería y restauración funcionando a muy buen ritmo. ¿Es un debate entre economía y salud? No, es una elección entre cobardía y arrestos. Por más que algunos nacionalistas se emperren en acusar a Isabel Díaz Ayuso de falsear los datos, los hospitales de la capital no están peor que los catalanes. ¿Acaso Salvador Illa y su equipo no señalaría el error madrileño si se estuviera actuando en contra de la salud pública?

Ada Colau, la alcaldesa de Barcelona, se esconde de nuevo. Es recurrente esa pose cuando hay marrones de gobernabilidad en el horizonte. Para qué va adoptar alguna medida o defender alguna causa que no sea superguai si los de ERC se están tragando el sapo de las medidas negativas sobre el Covid. Que sean ellos –debe pensar la edil– quienes se churrasquen ante una opinión pública hastiada y a pocas semanas de la cita con las urnas.

En este contexto tan pesimista hay que descubrirse ante Josep Sánchez Llibre. El presidente de Foment del Treball, con una larga trayectoria política acumulada, se ha mostrado como el verdadero depositario del sentido común catalán. Gracias al dinamismo de la patronal hemos escuchado discursos sensatos sobre cómo abordar el reto que la pandemia impone. Ha sido la voz valiente que ha puesto a Colau en su sitio, que ha representado a los dueños de bares, restaurantes, hoteles, autónomos, pymes y demás actividad empresarial. Ha cuestionado las medidas del ejecutivo autonómico y, además, ha sido audaz al criticar los déficits y sinsentidos que se plantean en asuntos como la seguridad y la movilidad en la capital catalana. Y ha sabido hacerlo con un diálogo constante con todas las administraciones, cualquiera que sea su color político. Incluso, y no huelga decirlo, con aportaciones valiosas que parecen más propias de una fuerza política.

Hoy, los empresarios de Foment se reúnen para celebrar su gala anual. Aprovecharán para entregar los premios que llevan el nombre de Carlos Ferrer Salat, el patrono que fundó la CEOE en España y uno de los más notables prohombres de la Barcelona antaño admirada. El galardonado será este año Ángel Simón, el presidente de Agbar, un empresario que ha demostrado que el capitalismo clásico no está reñido con el rostro social de las empresas.

Se cruzan apuestas sobre si Colau, invitada al acto, asistirá y felicitará al galardonado después de años de mantener una infantil y estéril batalla, a modo de cruzada personal, con una de las pocas empresas catalanas que hoy podemos exportar al resto del mundo como modélicas. El galardón es merecido. Incluso ha tardado demasiado en llegar. Quizá a la alcaldesa de las filias y fobias le parezca más premiable alguna de esas actividades empresariales clientelares que subvenciona con sectarismo y que no se pueden ni enseñar al vecino a riesgo de hacer un monumental ridículo.

Cuando las administraciones viven en ese marasmo de inacción, cuando la dirigencia que las lidera acumula las más altas cotas de mediocridad política, que instituciones como la patronal catalana devuelvan la cordura a la sociedad democrática es una buena noticia en tiempos de permanente desastre. De hecho, una de las mejores noticias para la Cataluña que trabaja. Lo dicho, menos mal de Foment, menos mal.