Así es Cataluña. Así la edificó Jordi Pujol y así la han desarrollado sus seguidores y sucesores nacionalistas, incluso los supuestamente de izquierdas. Televisió de Catalunya (TV3) nació en septiembre de 1983 como alternativa a los dos canales de TVE. Fue la primera autonómica española y se lanzó con gran debate jurídico a los pocos meses de que Felipe González aterrizara en la Moncloa con una mayoría absolutísima que no requería de apoyos en los partidos regionales. La Generalitat se estaba construyendo como administración autonómica y su primer hijo, el más mimado después, fue el grupo de radio y televisión público. Lluís Prenafeta y Alfons Quintà, de infausto recuerdo ambos por motivos distintos, fueron los impulsores.

Formaba parte del programa electoral de CiU con el que Pujol accedió a la presidencia. Se justificaba por la defensa de la lengua catalana, aunque pronto se vio que su verdadera razón de ser excedía la cuestión lingüística para servir a la construcción de una identidad nacional (nacionalista, por supuesto) que era más útil que cualquier otra acción política con idéntica misión.

Durante años, la radio y la televisión pública catalanas han prestado servicio a una concepción territorial soberanista. Primero con baja intensidad. A medida que pasaron los años, con una desfachatez desacomplejada. Competía en la información y el entretenimiento, pretendía ser menos folclórica o localista que otras iniciativas autonómicas que se desarrollaban en España y lo consiguió. Fue gracias, siempre, a la enorme cantidad de recursos económicos que la Generalitat destinó a un proyecto que no paraba de crecer año tras año hasta conformar una telaraña comunicativa que actuaba con un vector pedagógico/doctrinario hasta conseguir extender su influencia incluso a los medios de titularidad privada.

Las retransmisiones de los partidos del Barça y unos informativos modernos y más próximos al modelo estadounidense que al europeo fueron los principales activos de un éxito creciente. El catalán no solo se defendía, sino que se proyectaba la imagen de una comunidad monolingüe a varias generaciones. El paroxismo llegaba a que los jugadores de fútbol que se entrevistaban eran siempre aquellos que se expresaban en catalán o en algunos guiones y doblajes en los que los malos, ladrones, garrulos e incompetentes hablaban en castellano. No se trabajaba solo a favor de la identidad catalana, sino que se le aplicaba unos gramos permanentes de hispanofobia. Hasta el mapa del tiempo estaba politizado y su representación gráfica priorizaba unos imaginarios países catalanes a la información meteorológica sobre Madrid u otros puntos de España adonde se desplazan miles de catalanes a diario. España no existía, ni para referirse a la selección de fútbol o a la Policía Nacional. Todo era el Estado si estaba más allá del Ebro y casi nunca era bueno. A menudo, el ridículo era tan sideral como tolerado desde todos los ámbitos.

TV3 y Catalunya Ràdio han sido, sin duda, el principal instrumento político de los sucesivos gobiernos autonómicos. El propio tripartito sufrió mucho al resultar incapaz de ejercer idéntico control que sus antecesores. El dominio ideológico se basaba en la asamblearia masa profesional que conformaba la Corporación Catalana de Medios Audiovisuales (CCMA), desde donde se han acabado construyendo siete canales de televisión y cuatro de radio, con sus respectivas especializaciones.

TV3 nunca fue la BBC, aunque muchos años fue mejor que TVE y que otras televisiones autonómicas igual de sectarias en los planteamientos políticos, pero con más caspa y peores resultados. La televisión catalana sobresalió del resto por tener un planteamiento de fondo cosmopolita, aunque con una ejecución de fino nacionalismo rancio y adoctrinador. Esa línea argumental se destilaba desde programas dedicados a los castellers, a los recolectores de setas, al humor o a las teleseries de perfil local con una endogamia nacionalista defendida por el uso idiomático y por una semántica propia que capilarizó con éxito en una sociedad acrítica.

El procés puso a TV3 ante el espejo. Lo que hasta ese momento era una lluvia fina pasó a convertirse en una tormenta constante. Sucedió en los partidos nacionalistas, en la propia administración autonómica y acabó trasladándose de forma mimética a la producción de los contenidos de los medios públicos catalanes de comunicación. Televisión y radio mutaron en elementos de agitación constante, foros de debate sesgados y cauces informativos partidarios. Fueron la verdadera campaña.

A partir del aterrizaje del soberanismo locuaz, los medios de la CCMA (permitían seguir el rastro a las dotaciones policiales que se desplazaron por Cataluña, se retrasmitían los actos políticos del Once de septiembre como si fueran acontecimientos históricos, se daba voz a cualquier separatista por inútil que resultara…) olvidaron a la Cataluña que jamás compraría sus argumentos independentistas, que habla en castellano y que siente lo español como propio. Se habían olvidado, como poco, de la mitad de la comunidad que los financiaba y les daba sentido.

Con el posprocés TV3 ha seguido igual, pero con una línea de tendencia al empeoramiento. Se libró en 2017, por timidez socialista, de la intervención al aplicarse el artículo 155 de la Constitución que dio al Estado poderes sobre la autonomía. Sus ondas han retransmitido todos los juicios a los delincuentes secesionistas, ha mantenido una posición política sesgada acreditada en múltiples informes, sigue facilitando negocio al ínclito conspirador Jaume Roures y, lo peor, ha hundido sus finanzas. El grupo público de comunicación apenas ingresa una parte mínima de lo que el mercado publicitario le proporcionaba antaño y no ha ajustado sus costes en igual medida. Resultado: cada vez es más cara para las arcas públicas.

Todos los partidos políticos saben que TV3 necesita entrar en la unidad de curas intensivas y que le deben ser extirpados muchos órganos. El cuerpo solo vive con la respiración artificial de su conexión presupuestaria pública, además de perder relevancia, influencia y hasta audiencia por su desconexión con buena parte de la sociedad catalana. Pero esa constatación no supone demasiado. De hecho, si el nacionalismo vuelve a gobernar no se renovarán los órganos de gobierno, se mantendrá la eterna provisionalidad en la que vive la dirección, pretendida y presionada desde Junts per Catalunya y ERC casi a partes iguales, y el efecto bola de nieve de su ineficiencia y falta de horizonte volverá a crecer.

En época de crisis económica, con la irrupción de la comunicación digital en todas sus formas y expresiones, Cataluña no puede permitirse unos medios públicos de comunicación como los actuales: ni tan caros, ni tan sectarios, ni cada vez más irrelevantes. Las fuerzas del independentismo, sin embargo, no pueden subsistir sin esas plataformas que alimentan a sus bases con la doctrina necesaria para aferrarse al poder. Además de izquierdas, derechas, del Barça, el Madrid o el Espanyol los ciudadanos catalanes nos dividimos también entre quienes sintonizan TV3 y aquellos que hemos decidido no verla.

Con ese contexto aparece una noticia esperanzadora. A Salvador Illa, el líder del PSC, parece habérsele encendido una luz para abrir de una vez ese melón de debate político. Sus votos en los órganos de gobierno de la CCMA y que haya puesto a David Pérez, también diputado de su partido, al frente de la comisión parlamentaria de control es un cambio que puede aportar novedades. La radio y la televisión catalanas necesitan una reconversión profunda, no un maquillaje para salir de gala. La cirugía obligará a reducir canales, personal y acabar con caras corresponsalías o producciones audiovisuales lujosas e injustificables en estos tiempos. Prometen los socialistas un plan de acción integral en el que se ponga coto a las innumerables barbaridades acumuladas en décadas.

La legislatura próxima puede resultar crucial para saber qué pasará con esa televisión que convirtió Cataluña en una nación al más puro estilo de lo que sostenía el pensador francés Ernest Renan (una nación –decía– es un alma, un principio espiritual, “un grupo de personas que miente colectivamente sobre su pasado”). Cataluña ha sido una nación que cabía en una televisión. Otra cosa es si esa misma televisión cabe, hoy, en la Cataluña del futuro.