No hay cortina de humo independentista para tanta negligencia. Hubo un tiempo en que nadie sabía quién era Leo Messi. Como tampoco nadie esperaba la irrupción en el escenario político catalán de Carles Puigdemont, Quim Torra y sus secuaces de la ANC, responsables de una de las peores etapas que ha vivido Cataluña. Messi, por méritos propios, se ha convertido en uno de los mejores jugadores de fútbol de todos los tiempos. O al menos eso dicen los expertos, pues tantas estrellas tiene el firmamento del balompié como cruces de Sant Jordi ha repartido la Generalitat. Entre ellas, la que tiene el deportista argentino.
Que en plena polémica por la nefasta gestión de la vuelta al cole, Torra se dedique a lamentar la marcha de Messi, dice mucho del pan y circo procesista. La crisis protagonizada por el jugador, al parecer tan discreto como ávido de dinero, provocó que el presidente de la Generalitat abandonara durante unos minutos su letargo gubernamental para apropiarse de la figura del astro futbolístico. El circo que distrae de la falta de pan. La exaltación de los símbolos, tan propia del nacionalismo, que tapa la decadencia social y económica del proyecto independentista.
Controlar el FC Barcelona, como hemos explicado en diversas ocasiones en Crónica Global, es una de las aspiraciones del secesionismo. El Barça, efectivamente, es más que un club. Es un inestimable instrumento de propaganda si se controlan bien sus mecanismos de poder. El món ens mira cuando juega el equipo blaugrana, de ahí la necesidad de gradas patrióticas que agiten estelades y pancartas a favor de los “presos independentistas”. Pero al procesismo se le desgastan los símbolos de tanto usarlos.
Primero fue la Moreneta, icono soberanista custodiado por un abad entregado a la causa, desmitificada por un grupo de expertos que, hace años, sentenciaron que la pátina de color negro que tiene esta talla románica es fruto del paso de los años. Inevitable recordar el escándalo que provocó entre los nacionalistas una parodia televisiva de Els Joglars en la que Jordi Pujol --otro símbolo caído, aunque algunos convergentes recalcitrantes le perdonen sus estafas-- descubría que la Moreneta no era del Barça, sino del Espanyol.
Más recientemente, La Caixa y Banc Sabadell decidieron trasladar su sede social durante los meses más convulsos del desafío independentista debido a la fuga de capital sufrida. Una decisión que los responsables de estas entidades bancarias calificaron de “técnica, no política” en sede parlamentaria.
Ahora es Messi el que se suma a esa lista de ídolos caídos del soberanismo. Pura metáfora de dos mundos paralelos que conviven en Cataluña: el real que sufre por las consecuencias sanitarias y económicas de la pandemia, y el ficticio, el que se nutre del culto al líder, del revisionismo histórico y de una pretendida tierra prometida elegida por dioses futbolísticos.
Todo lo que se salga del canon independentista es invitado al destierro. La presidenta de la ANC, Elisenda Paluzie, acaba de señalar a las universidades de Barcelona y Autònoma porque, a su juicio, son demasiado "unionistas". Más pan y circo que esconde la asfixia económica de la universidad pública catalana, víctima de los recortes de Artur Mas, convertida en la más cara de España. A Paluzie, la libertad de cátedra se la trae al pairo y es mejor predicar al alumnado la teoría de la “confrontación inteligente”, ese oxímoron que Puigdemont se ha sacado de la manga.
El buen catalán tiene carné del Barça, compra productos autóctonos y, sobre todo, habla en catalán. Messi no lo hizo nunca, pero que sepamos, la bizarra consejera de Cultura, Mariàngela Vilallonga, la que pega broncas a TV3 por “abusar” del castellano, nunca se quejó de ello. Al contrario, aplaudió a rabiar la entrega de la Creu de Sant Jordi al jugador argentino.