Recuerdo las ruedas de prensa de Irene Rigau cuando, siendo consejera de Enseñanza (2010-2016), se hacía pública alguna de las múltiples sentencias que dejaban claro que la inmersión lingüística escolar obligatoria exclusivamente en catalán es ilegal.

Tuvimos algunos momentos de tensión entre preguntas y repreguntas. Ella se empeñaba en negar la realidad y yo me mostraba sorprendido. Parecía que la dirigente nacionalista viviera en un mundo paralelo. Pero los jueces eran cada vez más claros y, ante la perseverante desobediencia de la Generalitat, se veían obligados a acotar más y más sus resoluciones.

De hecho, fue durante el mandato de Rigau, a principios de 2014, cuando un tribunal (el TSJC) fijó por primera vez un porcentaje mínimo de horas lectivas que debía impartirse en castellano. El famoso 25%.

Recuerdo perfectamente lo mal que se lo tomó. Rigau siempre había rechazado los porcentajes. “Ahora es el 25% pero luego pedirán el 50%”, lamentaba desesperadamente en las ruedas de prensa y los corrillos posteriores. Y a fe que en el medio lustro largo que estuvo como responsable de la educación en Cataluña, la convergente logró retrasar todo lo posible que se respetaran los derechos de los alumnos catalanes castellanohablantes.

Esta semana, en una entrevista en Ara, Rigau volvía a recoger el mismo argumento. “El día que por ley tengamos el 25% de castellano, al día siguiente pedirán el 48%, porque la sentencia dice que ‘como mínimo’ ha de ser el 25%. Si hemos reconocido que quien tiene autoridad para fijar el porcentaje es el TSJC, y no la consejería ni el Parlament, llegaremos al 48%”, clama, no sin parte de razón, pero sobre todo demostrando que el objetivo del nacionalismo es impedir el bilingüismo escolar a toda costa.

Además, Rigau también muestra cuál será la estrategia del Govern para tratar de esquivar la ejecución de la sentencia. La exconsejera autonómica –que mantiene su ascendiente sobre la comunidad educativa nacionalista– admite que, por mucho que fanfarroneen Cambray y la portavoz Plaja, no se puede desobedecer frontalmente a los tribunales y propone emplear triquiñuelas para incumplir las sentencias sin decirlo.

Por ejemplo, plantea evitar que se imparta alguna asignatura en español con “una disposición que diga que la metodología solo se aplicará cuando se tenga el dominio oral del catalán” o con la reforma urgente de la ley de política lingüística, y aguantar como se pueda hasta poder “darle la vuelta cuando seamos más fuertes”.

Sin embargo, la justicia ha ido cerrando todos esos resquicios y ya ha dejado claro que ese 25% mínimo en castellano se debe aplicar sobre el horario lectivo (sin contar el patio, el comedor, las actividades extraescolares o similar –como pretende el Síndic Ribó–), que debe incluir, al menos, una asignatura troncal, y que es la concreción de un derecho constitucional (el de recibir una parte de la educación en español), por lo que su aplicación no depende de la modificación de las leyes nacionales o autonómicas ni de cualquier otra normativa de rango inferior.

La propia JxCat lo ha reconocido al retirar su apoyo a la reforma de la ley de política lingüística promovida junto a PSC, ERC y los comuns, admitiendo que esa artimaña no impediría la ejecución de la sentencia del 25%.

Es evidente que todavía queda mucho trabajo por hacer para acabar de erradicar la inmersión en todos los rincones de Cataluña. Y que los nacionalistas pondrán todas las trabas imaginables. Incluso es probable que la justicia tenga que inhabilitar a más de uno de ellos (no sería la primera vez, ni será la última).

Pero la principal batalla judicial la han ganado ampliamente los que defienden un modelo de convivencia entre las dos lenguas oficiales y mayoritarias de los catalanes. Y el camino que queda, aunque largo, es cuesta abajo.