Recibir a hostias a los dirigentes de un partido político en plena campaña no parece una buena idea. No solo porque, al final, consigues el efecto contrario (y generas en parte del electorado un sentimiento de empatía con la extrema derecha, que ya tiene narices la cosa), sino --y sobre todo-- porque dice muy poco del nivel de calidad democrática de los lugareños. Y esto último parece haber quedado claro.

El independentismo violento ha vuelto. En realidad, nunca se fue. Los que han acosado y apedreado a los líderes de Vox en Vic, en Salt, en Valls --con el aplauso de Pilar Rahola--... son los mismos que quemaron Barcelona y descalabraron a más de 300 policías en octubre de 2019. Los mismos que intentaron asaltar el Parlament a garrotazos el 1 de octubre de 2018. Los mismos que el 1-O dejaron heridos a más de un centenar de agentes de las fuerzas y cuerpos de seguridad. Los mismos que un mes antes asediaron a una comitiva judicial durante un día entero. Y los mismos que llevan años hostigando y amenazando a políticos, jueces, fiscales y periodistas en Cataluña.

Por eso, la exhibición de Arnaldo Otegi por parte de ERC en un mitin el pasado domingo tiene muchos significados, y ninguno de ellos es bueno.

La presencia del exetarra en un acto con Junqueras, Aragonès, Rufián y Rovira desmiente a los que dicen que ERC no es lo mismo que JxCat. Desautoriza a los que aseguran que ERC se ha distanciado del radicalismo de Puigdemont, Torra y Borràs. Rebate a los que insisten en que con ERC se puede llegar a acuerdos constructivos. Contradice a quienes identifican a ERC con un presunto independentismo razonable.

La intervención del exintegrante de ETA en el mitin confirma que ERC no tiene ningún propósito de enmienda respecto del procés. Es la garantía de que “lo volverán a hacer” en cuanto tengan oportunidad. Es la constatación de que se mantienen en el unilateralismo. Es la corroboración de que plantearse siquiera un indulto para estos tipos es un error histórico cuyas consecuencias arrastraremos durante mucho tiempo.

Las palabras de Marta Rovira apuntando que tenemos “muchas lecciones que aprender” de Otegi y que “nadie mejor que él nos puede hoy decir cómo hemos de seguir para llegar hasta el final” (esta vez, sin hacer pucheros) son una indecencia. Que un exterrorista sea el espejo en el que mirarse deja claro cuáles son los límites del proyecto que plantea ERC para Cataluña.

Ya sea por convicción o para competir con Puigdemont, Junqueras ha decidido mostrar su cara más radical. Cuando los violentos campan a sus anchas por las calles de Cataluña, ERC apuesta por fotografiarse junto a los fanáticos.

Y mientras tanto, los socios del PSOE en el Gobierno le hacen el juego a los ultras. “Lo tengo que reconocer como vicepresidente del Gobierno español: no hay una situación de plena normalidad política y democrática en España cuando los líderes políticos de los dos partidos que gobiernan en Cataluña están uno en la cárcel y el otro en Bruselas”, afirmó ayer Pablo Iglesias.

Esto es lo que hay. Y no es una situación cómoda para el PSC.

Illa --a quien Otegi señaló como el principal enemigo del independentismo-- habla de “pasar página” de los últimos diez años perdidos. Pero me temo que habrá que hacer mucho más que pasar página. Y estoy convencido de que el candidato socialista no está dispuesto a hacerse con la Generalitat a cualquier precio.

A día de hoy, ningún elemento permite pronosticar un futuro optimista tras el 14F. Ingobernabilidad, extremismo, decadencia y ruina.

Es la herencia del procés.