Hasta el 27 de octubre pasado, permanecían vivas dos incógnitas. ¿Hasta dónde estaba dispuesto a llegar el independentismo catalán más acelerado y hasta dónde estaba dispuesto a aguantar el Gobierno español?

Aquel día se aprobó la aplicación del artículo 155 de la Constitución en Cataluña para intervenir su autonomía, lo que implicaba la suspensión del Govern, la disolución del Parlament y la convocatoria de elecciones. Hasta aquí hemos llegado, dijo Mariano Rajoy empujado por el propio Felipe VI, estupefacto ante la inacción de un Gobierno en minoría, aparentemente inmovilizado.

Y hasta allí llegó el pulso que la coalición de CDC y ERC, con el apoyo externo de la CUP, echaba al Estado. Aunque ninguno de ellos fue el primer partido el 21D, retuvieron la mayoría para formar gobierno. Desde el punto de vista político, el 155 no tuvo más efectos: incluso se podría haber levantado ya su aplicación si los independentistas se hubiesen puesto de acuerdo.

En paralelo, la maquinaria judicial siguió trabajando a su ritmo y produciendo efectos mucho más apreciables.

El macroescrache de la Consejería de Economía produjo una situación muy grave, y sus responsables aún están en prisión 

El 20 de septiembre del año pasado, el juzgado número 13 de Barcelona ordenó el registro de la Consejería de Economía en busca de datos sobre la preparación del referéndum del 1-O que había sido ilegalizado por el Tribunal Constitucional. Òmnium Cultural y la ANC convocaron a sus seguidores en los alrededores del departamento, donde se produjo una peligrosa situación de la que ahora rinden cuentas. Sus máximos dirigentes están en prisión a la espera de juicio.

Ayer, el mismo juzgado ordenó el registro de unas oficinas del palacio de la Generalitat en busca de más datos sobre la presunta financiación con dinero público de la publicidad del mismo referéndum. En paralelo, la Guardia Civil también inspeccionó la sede central de Òmnium Cultural.

Por la tarde hubo una concentración de protesta en la plaza Sant Jaume, mientras que los llamados comités de defensa de la república (CDR) hacían un llamamiento sin éxito para escrachear el cuartel de la Guardia Civil de Gràcia. Ningún político ni dirigente de organizaciones civiles se sumó a la iniciativa. Después de cantar L’estaca, todo el mundo --incluido Roger Torrent, el presidente del Parlament-- se fue a su casa.

Es evidente que más allá de las opiniones y de los debates interminables hay algunos límites que han quedado claros. Y ayer se pudo comprobar: ante una situación idéntica y con idénticos protagonistas, la respuesta del independentismo fue distinta, sensata y de acatamiento de la legalidad.