Es el partido vivo más antiguo del Parlamento catalán. Creado en 1931, Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) ha pasado por diferentes fases en su historia, pero desde el fin de la dictadura franquista siempre ha ejercido como un partido infantil, incongruente e inmaduro.
Poco le ayudó a evolucionar el liderazgo sosegado de Josep Tarradellas tras su regreso del exilio en octubre de 1977 para reinstaurar la Generalitat. Al poco tiempo ocupó el mando un xenófobo como Heribert Barrera, al que Jordi Pujol condenó políticamente al ostracismo. Después llegaron el joven economista Joan Hortalà, más tarde Àngel Colom, Pilar Rahola, Josep Lluís Carod-Rovira, Joan Puigcercós y más recientemente, desde 2011, el beato Oriol Junqueras y su alter ego con voz de querubín acatarrado, Marta Rovira.
Con diferencias y matices, en los últimos 50 años, ERC ha sido una formación política de idas y venidas, de cainismo en el liderazgo y de fuerte tendencia asamblearia. Ese es uno de los rasgos que más han caracterizado al partido que hoy gobierna en solitario la comunidad autónoma catalana. Las bases han sido su virtud y su contradicción permanente. Sobre todo, en las dos ocasiones en las que el grupo republicano ha tenido la oportunidad de gobernar, primero en los dos tripartitos, los que presidieron Pasqual Maragall y José Montilla, y ahora con Pere Aragonès al frente de la administración.
Su actual buena posición en el Congreso de los Diputados en Madrid le ha permitido disponer de una influencia sobre la gobernación española propia de los tiempos en los que Pujol era designado Español del año por el diario Abc. Las últimas reformas legislativas impulsadas por el Gobierno de Pedro Sánchez han sido pactadas con ERC. Así conseguía las mejoras a las condenas de sus dirigentes y mostraba, a la par, ser la formación catalana de referencia en la capital española por desistimiento y radicalización de la antigua Convergència, hoy Junts per Catalunya.
ERC tiene la oportunidad esta semana de cerrar un acuerdo con los socialistas catalanes y sacar adelante el proyecto de ley de Presupuestos para 2023. Es la única alternativa que dispone para seguir al frente de la Generalitat en solitario con solo 33 diputados (los mismos que el PSC) y apenas uno más que sus anteriores socios de Junts. Cuando el PSC se ha convertido en el único asidero político posible, su líder, Salvador Illa, ha jugado la partida con inteligencia y ha conseguido hacer visible su necesidad para la gobernación. Su impronta quedará reflejada en el momento que ERC admita las cuatro peticiones básicas de los socialistas para ofrecerle su voto: ampliar el aeropuerto barcelonés, construir la Ronda B-40, el Hard Rock y las cercanías de Renfe.
Aragonès es consciente de que deberá tragarse el sapo y alguna que otra culebra. Por eso este fin de semana agradecía a las bases del partido su generosidad por asumir el coste político de aprobar las condiciones socialistas. Durante semanas, hasta meses, ERC ha jugado al paripé con el PSC. Desde que en agosto Illa se ofreció para sacar adelante un acuerdo de presupuestos hasta esta semana en el que se formalizará de manera probable han pasado diferentes teatralizaciones como la escenificada por el beato Junqueras cuando se emperró en decir que antes muerto que sencillo y que ni hablar del peluquín de pacto con Illa. Tan mal lleva su relación con el PSC y las escasas visitas de sus dirigentes a la prisión donde pasó un largo tiempo, que todavía supura resquemor ante la obligación de envainarse el orgullo político.
Las peticiones de Aragonès a las bases son cada vez más innecesarias. Entre otras cosas porque ERC ha heredado una parte no menor del histórico electorado de CiU, que si algo tenía en su ADN era el pragmatismo del peix al cove durante décadas. Además, y quizá a menor ritmo del que desearía, ERC empieza a tener cierta visibilidad en el municipalismo, un terreno dominado por sus colegas nacionalistas a la que uno se alejaba unos kilómetros de Barcelona y su área metropolitana.
Que los republicanos admitan el peticionario socialista y prefieran seguir gobernando pese a la dificultad es un salto cualitativo histórico. Es un síntoma de que los pecados de adolescencia se van quedando en el camino y que sus líderes ya no son activistas de la Crida o pegacarteles juveniles izquierdistas. Han madurado hacia la zona de orden y a pesar de sus complejos con el otro gran espacio nacionalista (justo donde sí se vive un asamblearismo que jamás se conoció durante el mandato de Pujol), lo cierto es que han decidido hacerle un favor a Cataluña y aprobar unos presupuestos indispensables para el día a día. Ese es un argumento indiscutible, que supone un cambio en su forma habitual de proceder.
ERC sigue siendo un partido político poco fiable a decir de todos los analistas y adversarios. Sí, como igual de cierto es que algunos de sus líderes fueron más racistas y exaltados que nadie en la recta final de sus vidas. Innegable, pero con el presupuesto catalán de 2023 aprobado la formación independentista perderá unos pocos granos del acné juvenil que caracterizaba su fisonomía. Superar la adolescencia, no obstante, tampoco es garantía de una madurez ordenada y cabal. Lo de la fiabilidad debe ganárselo todavía con mucho más esfuerzo.