Somos legión quienes, sin ser monárquicos filosóficos, vivimos en perfecta armonía con un sistema constitucional de monarquía parlamentaria muy regulada y sin poder efectivo. Queda demostrado que otros países republicanos no han consolidado regímenes tan abiertos, democráticos y libres como el español de los últimos 40 años.

Aquellos coqueteos republicanos de José María Aznar y del fallecido jurista Antonio García-Trevijano despertaron a finales de los noventa el debate en un país que quedó en paz con su monarca el 23 de febrero de 1981. Algunas izquierdas acometieron contra el papel de la Casa Real, sus costes y lo que consideraban una jefatura del Estado anacrónica. Con lo acontecido en Cataluña en los últimos años, ese mismo debate se ha puesto sobre la mesa de nuevo, pero no tanto por el impecable papel de Felipe VI en su función institucional y representativa, sino por el interés de laminar el Estado desde su vértice superior.

No se requiere ser monárquico para aceptar una institución de corte tradicional e histórico que ejerce su función desposeída de cualquier capacidad efectiva de intervenir en la conformación de la dimensión política del país. Eso se instituyó así en la Constitución de 1978. El Rey es un excelente diplomático que, a las órdenes del gobierno de turno, representa a España con solvencia en foros y entidades internacionales.

En la historia española hay muchas otras herencias y legados inmateriales que sí hemos aceptado de buen grado y sobre las que no existe idéntica discusión pública. Es, por tanto, una moda, casi un signo de los tiempos, arremeter contra esa formulación de liderazgo estatal que trasciende si tiene rostro monárquico o republicano.

En los últimos meses, en Cataluña han saltado por los aires muchas convenciones democráticas. La más importante de todas ellas tuvo lugar los días 6 y 7 de septiembre de 2017, cuando dos grupos parlamentarios nacionalistas se saltaron a la torera todos los preceptos y normativas que los ciudadanos nos habíamos otorgado de manera democrática, tanto el Estatuto de Autonomía como la Constitución. Aquella ruptura de los consensos dio lugar a un referéndum ilegal, a una pseudodeclaración de independencia y, como todos ustedes saben, a un cristo posterior de dimensiones siderales: 155, elecciones, juicios...

Cualquier análisis sobre lo sucedido este tiempo en Cataluña no puede ladear que la democracia ha quedado dañada en el tuétano. En parte, el fenómeno se ha extendido por simpatía a algunas partes de resto de España donde una parte de la izquierda desorientada ha jugueteado con el asunto a la par que se apuntaba al mantra del totalitarismo español. Ese progresismo fatuo y anticapitalista no ha querido mejorar el Estado del bienestar o influir sobre los gobernantes para que las políticas socialdemócratas hicieran acto de aparición. No, al igual que el independentismo catalán, ha preferido entretenerse en socavar las estructuras del Estado en una clara línea que consideraba que cuanto peor estuviéramos, mejor para sus intereses.

Por más que se insista, España es un Estado moderno y avanzado. ¿Perfectible? Por supuesto. Nuestras instituciones y sistemas de convivencia son mejorables y ahí es donde la política debiera aportar recetas e impulsar transformaciones. Pero la obcecación contra la monarquía del nacionalismo más radical o del populismo más rancio no logrará jamás el propósito de eliminar esa institución. Al contrario, para muchos --entre los que me hallo-- esa pulsión contraria acaba proyectando una imagen más amigable y hasta próxima de la actual jefatura del Estado.

El nacionalismo perderá durante las próximas horas energías en procurar un boicot al Rey. Lo harán con total impunidad y sin más cortapisas que las derivadas del orden público. Sostendrán que ese no es su Rey, que debe abolirse la institución y que Preparado I, como antes su padre Campechano I, no son bienvenidos en la tierra catalana. Bastante han falseado ya la historia con la matraca de 1714, de los Países Catalanes y de la Corona de Aragón. Y no pasará nada porque España, mal que les pese, es un Estado de gran calidad democrática en el que puede llevarse a cabo ese boicot y expresarse en contra de manera libre. Solo hay que ser civilizado, vaya.

La del Rey no es la única fijación de estos movimientos. La más alta instancia judicial del país, el Tribunal Supremo, ha sido descalificada, reprendida y vilipendiada por aplicar la ley con una moderada firmeza que para la gran mayoría de ciudadanos tiene un carácter ejemplar. La sentencia del 14 de octubre ha dado lugar a nuevas muestras de ataques al Estado, entre otros a las fuerzas y cuerpos de seguridad que tienen el mandato conjunto de mantener la ley y el orden.

Es justo en ese contexto que la visita del Rey a Barcelona que tendrá lugar hoy no es un movimiento cualquiera. Es un zasca en el morro de aquellos que pretenden cercenar el edificio convivencial español llenándose el verbo de falsas y populistas argumentaciones que solo esconden un totalitarismo cada vez más preocupante y arriesgado. Es un elogio al Estado y a la democracia que Felipe VI pise la capital catalana. Y solo por eso, por darnos normalidad y romper con la excepcionalidad que algunos promueven, el monarca es bienvenido para una amplía mayoría de ciudadanos catalanes hartos de esta charlotada repleta de bomberos toreros.