Volvamos a los principios. ¿Qué es primero, el líder, la materia humana, o el proyecto, con su correspondiente bandera? Sin proyecto, no hay nada, solo una gestión diaria que no va a ninguna parte y que se puede hundir a la menor complicación. Y solo con el líder tampoco se triunfa, alguien hueco que hechiza al primer instante, pero que no sabe qué dirección tomar. En esas está Pere Aragonès, un joven político con poca trayectoria, que recuerda todavía sus excesos en las juventudes de ERC, pero que ha aprendido mucho sentado en las bancadas del Parlament, en tardes grises y monótonas --propias, es verdad, de hace ya mucho tiempo--, escuchando a los más mayores que, vistos los resultados, tampoco demostraron ser más lúcidos que los actuales dirigentes independentistas.

Aragonès tiene detrás un proyecto y un partido organizado. El problema para él es que es un partido extraño, raro --siempre lo ha sido-- con muchas almas internas, con grandes complejos, que no ha interiorizado nunca muy bien qué es ser de izquierdas, pero que huye de ser considerado de derechas. Son cosas de otros tiempos, piensan, pero en la política --todavía-- ese eje mantiene una enorme vigencia.

Ser republicano, porque figura en el nombre del partido, tampoco supone gran cosa. ¿Consiste, simplemente, en rechazar la figura del jefe del Estado, el rey Felipe VI, cuando viene a anunciar en Barcelona importantes decisiones para el futuro de la economía española y catalana, como ha sido el caso a favor de Seat, la principal empresa de Cataluña? ¿O implica abrazar el proyecto de raíz francesa y que han desarrollado y desarrollan filósofos políticos como Philip Pettit? No se sabe, porque ERC no se ha preocupado mucho de teorizar nada, a pesar de que tiene dos buenos asesores, como son los profesores Joan Manuel Tresserras y Enric Marín. Precisamente ellos dos ofrecen una pátina neomarxista al partido, con la idea de ensanchar la base y buscar que los catalanes del área metropolitana apostaran en algún momento por ERC para asegurarse un futuro socioeconómico mejor. Por ahora, solo se han producido unos tímidos avances, en clara desventaja frente al PSC.

En cualquier caso, Aragonès dispone de algo sólido. El problema ahora es él mismo. Ya no vendrá Oriol Junqueras que, aunque pueda recibir el indulto, deberá asumir su inhabilitación para cargo público durante algún tiempo. Y Aragonès debe decidir: o convertirse en una nueva versión de Quim Torra, con gestos, palabras huecas, pero irritantes, o se convierte en el primer Aznar, un dirigente gris, que se consolida desde el poder, con las ideas claras, y con alma de reformador.

Para ello cuenta con excelentes oportunidades. Nunca se precisaron más reformas en Cataluña que ahora. Puede escoger. ¿En los medios de comunicación públicos de la Generalitat? ¿En el campo económico? Aragonès conoce y entiende bien las demandas de muchas clases medias catalanas que no entienden por qué la imposición tributaria es de las más altas de España. Aragonès conoce a la perfección que no puede gobernar con Foment y Pimec en contra justo cuando todo el sector económico, impulsado por estas dos patronales, ha organizado un acto conjunto de enorme trascendencia en el que se reclamó que el Gobierno gobierne y la oposición se oponga, algo muy simple, pero que se ha olvidado hace años en Cataluña.

Los que le conocen advierten en Aragonès rasgos de ese primer Aznar, recto, protestante, reformista. Puede suavizar el gesto pétreo y antipático de Aznar, claro, pero debe optar: o ese gestor que se dice que es brillante --debe demostrarlo-- o una versión empeorada de Torra, que se ha convertido en su propia caricatura.

Sus primeros pasos, hay que decirlo, no invitan al optimismo, aunque ser optimista es una necesidad vital para provocar una mejora en las cosas. Sus palabras apostando por la amnistía y la autodeterminación --como si no hubiera cambiado nada desde 2017-- o la decisión de no enviar a nadie del Govern al acto del rey Felipe VI y del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, para el anuncio de Seat ensombrecen las expectativas.

El primer Aznar --intenten catalanizar la comparación-- no se desviviría por tener el apoyo de la CUP. Y si se trata de un juego para tensionar a Junts per Catalunya (JxCat), ese acercamiento es todavía más perverso. Hay que jugar de frente, ya ha llegado el momento. Y el gestor serio, con un proyecto y un partido organizado detrás, no puede estar pendiente de los hombres y mujeres de la CUP.

Pese a todo, ese rostro de Aragonès se puede ir transformando en aquel primer Aznar. Al conjunto de la sociedad catalana le iría bastante bien. Y a él también. Se empezaría a gustar.