Y de repente, llegó la Diada. Sin saber, un año más, qué se celebra realmente. El nacionalismo, al contrario que el amor cantado, sí tiene horario y fecha en el calendario, pero a 72 horas de que tenga lugar esa tradicional exaltación del independentismo catalán, sus seguidores andan completamente desnortados. Ni siquiera Carles Puigdemont, que sigue fugado en latitudes septentrionales, es capaz de llamar a rebato a ese soberanismo que, desde hace décadas, ha convertido el 11 de septiembre en una jornada que nada tiene de fiesta, y mucho menos de símbolo de unidad catalana.
Sí tiene esa efeméride, o al menos es lo que durante años ha pretendido, algo de rito de iniciación identitaria, de peaje gregario. Ser un buen catalán, así lo han venido afirmando la Assemblea Nacional Catalana (ANC) y Òmnium, pasaba por salir a la calle con una bandera estelada y gritar consignas contra el Estado español. Es obvio que eso no era la Diada, no era el Día de Cataluña. No era la fiesta de la comunidad autónoma. Las grandes demostraciones de fuerza de la ANC, convenientemente estimuladas por el aparato mediático y económico del Govern, venían a dar apariencia de legitimidad social a ese secesionismo que hace cinco años se tiró al monte, pero que Artur Mas ya venía utilizando para su viaje a Ítaca desde 2012.
El expresidente de la Generalitat, el mismo que ahora reniega de la ANC porque dice que es excluyente --agárrate los machos--, tenía un secreto inconfesable: se sentía fascinado por el movimiento del 15M que asedió el Parlament en junio de 2011. Inconfesable porque resultaba muy chocante que alguien tan recto, tan formal, tan convergente, tan devoto del business friendly, admirara esos métodos antisistema. Pero Mas vio que otra forma de hacer política era posible y pensó que, como president, bien merecía (necesitaba) un baño de masas. Con el paso del tiempo, Mas se ha dado cuenta de que lo de la ANC se le fue de las manos, que dar alas a cierto activismo independentista daba cabida a todo tipo de personajes estrafalarios que, a cambio de un cargo, eran capaces de generar odio y resentimiento contra todo aquel que no profesaba el independentismo. Contra todo aquel que no acudía a las manifestaciones de la Diada. Contra todo aquel que huía del encorsetamiento ideológico impuesto los días 6 y 7 de septiembre de 2017 en el Parlament tras ser aprobadas las leyes del referéndum y de transitoriedad nacional.
Para entonces, Mas ya había quedado fuera de juego debido precisamente a otro tipo de colectivo antisistema, la CUP. Luego sería juzgado e inhabilitado por la consulta del 9N, el ensayo general de un 1-O cuyo mandato sigue reivindicando la ANC, pero ya prácticamente en solitario, a excepción de líderes caídos en desgracia, como Puigdemont y Laura Borràs. O de miembros de la old Convergència que actualmente se encuentran lost in traslation porque siguieron a Mas en su delirio secesionista, pero son conscientes de que los tiempos cambian, que con promesas de una Cataluña independiente y próspera no se llega a fin de mes ni se logra una sanidad a prueba de pandemias. Es el caso de Jordi Turull, Jordi Puigneró o Jaume Giró.
Y mientras Junts per Catalunya hace maniobras para asistir a su enésima refundación --¿giro de 360 grados para volver a CDC?--, sus socios de ERC hace tiempo que soltaron amarras de aquella unilateralidad que ellos mismos impulsaron en 2017, y ahora hablan de referéndum pactado y vinculante. Ni el presidente Pere Aragonès ni sus consejeros republicanos asistirán el domingo a la manifestación de la Diada. Al igual que Mas, ellos también creen que la ANC plantea ese evento de forma excluyente --aguanta la pedrá--, tras sufrir en sus propias carnes los escraches, insultos y abucheos que otros políticos contrarios al procés han sufrido durante estos años: pintadas en domicilios particulares, insultos en redes sociales, cordones sanitarios...
¿Qué se celebra, pues, esta Diada de 2022? Pues curiosamente, son los catalanes que siempre rechazaron aventuras rupturistas e ilegales, los que se pueden felicitar de que la realidad es tozuda, de que la radicalidad de una ideología legítima como es el independentismo es cada vez más residual. Que las viejas cantinelas que ahora vuelven, como el déficit fiscal, desvelan que poco o nada nuevo hay bajo el sol soberanista. Son Los cuentos y las cuentas de la independencia, que dieron título al libro de Joan Llorach y Josep Borrell. Es el “España nos roba” pasado por un tamiz más académico.