Los anuncios de que la vida política catalana (y española) se iba a desjudicializar y que marcaron parte del relato asociado al pacto de investidura entre ERC y PSOE han caído en saco roto en los últimos días. Los tribunales han marcado la agenda de las últimas jornadas con cambios vertiginosos que culminaron con la resolución de la Junta Electoral Provincial en la que ordenaba la retirada del acta de diputado a Quim Torra. Una decisión que vio la luz a última hora del viernes por la tarde y que ha propiciado un reguero de reacciones en todos los sentidos.

El ritmo de las decisiones judiciales han obligado a modular los mensajes políticos en un ejercicio tan complejo como peligroso. Armar un relato partidista a partir de una interlocutoria es un ejercicio de verdadero funambulismo. Ni en los escritos más alineados con las tesis de una formación se suscriben al 100% sus ideas. Se trata de textos en la mayoría de los casos obtusos, que siguen sus propias reglas y que ni cuando entran en las cuestiones más sensibles son tan claros como desearían los responsables de estos relatos.

Ni el Tribunal Supremo ha acusado de golpe de Estado a los políticos que impulsaron el 1-O y la declaración de independencia simbólica ni el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) ha ordenado la excarcelación del líder de ERC, Oriol Junqueras. Estas interpretaciones interesadas que se repiten incluso en los estrados del Congreso y el Parlament no son más que eso, lemas políticos situados en el ámbito de las fake news.

La reiteración, de estos y de otros en un sentido parecido, lleva a situaciones de pura locura como la ocurrida esta semana con el uso que han hecho los independentistas y constitucionalistas más radicales del Parlamento Europeo. A principio de semana era la Cámara que representaba a la democracia más pura para unos y casi un aquelarre de vendidos para otros, hasta que decidió dejar a Junqueras sin escaño tras una decisión del Supremo. En ese momento, los dos grupos se intercambiaron los argumentarios y continuaron vociferando.

Todo ello, mientras en Cataluña el Govern busca que una de estas resoluciones judiciales que caen del cielo justifique que la legislatura ha llegado a su fin. Su proyecto político está agotado desde hace semanas y el presidente, Quim Torra, no puede ofrecer nada que sirva de argamasa entre un JxCat y una ERC cada vez más distanciados. Es un activista de palabra --aunque en sus recursos apele a la Constitución-- y se le ha apeado de su escaño por una decisión con poca épica a pesar de lo que dice en sus comparecencias públicas. Lo que le ha situado entre la espada y la pared ha sido no retirar una pancarta política en periodo electoral. Su delito no pasará a los anales de la historia como una gran acción de resistencia política.

La Junta Electoral Central y la de Barcelona han ratificado que no tiene escaño en el Parlament, pero la inhabilitación firme sobre la que se sustenta esta decisión puede tardar incluso un año en llegar. El recurso de casación que debe contestar la sala de lo Penal del Tribunal Supremo y que confirmará, o no, la decisión que el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) tomó a mediados de diciembre tardará tiempo. Esto propicia un debate jurídico que marcará la continuidad del Ejecutivo catalán y, lo que más se milimetra desde la bancada republicana, podría llevar a un desacato por parte del presidente del Parlament, Roger Torrent.

Mientras, el hartazgo ciudadano sobre la deriva política actual es cada vez mayor. La única respuesta que se le da es que la mesa de negociación entre gobiernos buscará de una vez por todas una salida a la crisis catalana. Pero solo su anuncio ya es un arma arrojadiza entre partidos. No es precisamente un mensaje de desasosiego.