Ahí está el nacionalismo catalán, de nuevo, en el centro. Para todos los que abominan de su existencia y que minimizan desde la corte madrileña su poderío, las imágenes de los últimos días son una lección política impagable.
Hace justo una semana advertía en esta misma columna que la reacción a la sentencia era el último el disparo que atesoraba el movimiento separatista, pero que justo por eso no saldrían perdigones, sino cañonazos. Lamento el acierto con esa profecía. Tan triste como insistir en el riesgo de violencia estructural que entraña la reacción frustrada de un contingente de personas que creyeron en sus políticos, en el discurso idílico que les propusieron y hoy se sienten vacíos, estafados y sin referencias.
Pero ya está, hasta aquí podemos llegar. Una semana de violencia callejera, sensación de descontrol y desgobierno, de reproches políticos evidentes o subterráneos, de búsqueda de liderazgos inexistentes, una semana de evidente locura resulta más que suficiente para una sociedad del siglo XXI. Hasta aquí, y no más lejos, puede llegar la reacción populista. Aplíquese la ley y el Estado de derecho. Bastará.
El asunto catalán (y no la exhumación de Franco, como algunos pretendían) será el auténtico eje de la campaña electoral para el 10N. Ni las pensiones, ni la desaceleración económica, ni la orientación productiva del país, ni la corrección de los desequilibrios sociales, ni ese medioambiente que tanto interesa a los jóvenes ocuparán tanto protagonismo como la mochila catalana. Veremos si Iván Redondo no ha errado en su interpretación a través de la demoscopia y las Cortes del 11 de noviembre próximo resultan más sorpresivas de lo previsto. Conoceremos cuál es el nivel de hartazgo de la sociedad con el paréntesis y la provisionalidad en la que se halla sumergida desde hace demasiados meses ya. Y, lo mejor, sabremos cómo se reparte ese enojo adherido al voto de los españoles entre las opciones partidarias que aún prometen la solución mágica, como si no tuviéramos claro que o se suman varias recetas o no daremos con un menú aceptable.
A todo este revuelto mar, los catalanes le sumamos una aspiración y una necesidad regional. No basta con la convocatoria electoral de noviembre, Cataluña debe contarse de nuevo en unas elecciones autonómicas. Cierto, llevamos haciéndolo con tanta frecuencia que además de ser un dispendio estúpido es un incordio por la reiteración. Es igual, hagamos el esfuerzo. Debemos acudir a las urnas para conocer qué piensa la mayoría después del fracaso definitivo de la aventura del procés, una vez conocida la sentencia del Supremo y quién mandará desde Madrid. Deberíamos saber si puede permanecer un minuto más un personaje como Quim Torra al frente de la Generalitat, sin gobernar, gestionar o planificar nada, pero agitando a todos los que aún creen en su verdad revelada.
Unas elecciones autonómicas a continuación de las generales son más necesarias que nunca. Deben permitir a ERC divorciarse de Junts per Catalunya (JxCat). Aclarar cuánto voto prestado preservará Ciudadanos después de su tocata y fuga. ¿Quién se llevará esos 200.000 o 300.000 sufragios de supuesto orden catalanista huérfanos de acomodo? Será muy interesante ver si se pueden generar otras geometrías de gobernación que no pasen por la servidumbre a la CUP, que sean capaces de abrir vías de diálogo distintas de las que proponen los nacionalistas, que siguen emperrados en hablar con Madrid en condiciones de igualdad y para ello hacer todo el ruido internacional que sean capaces de provocar. Hay que hablar, pero lo más perentorio es hacerlo entre los catalanes divididos en estos tiempos pasados. Recuperar equilibrios que saltaron por los aires en ámbitos sociales y económicos afectados por los artificios secesionistas. Ese diálogo entre vecinos es el primero que debe articular cualquier nueva etapa. Y hablar, dialogar, como previenen algunos policías de la esencia constitucionalista, no es claudicar.
Ahora es el momento de ejercer el verdadero derecho a decidir: convertimos Cataluña en un sucedáneo del Ulster o nos recontamos en unas elecciones y de paso intentamos ordenar una sociedad quebrada, frustrada y no exenta de resentimiento. Primero, arreglémonos entre nosotros; a continuación, con el resto de España, donde determinadas tramas de afectos han saltado por los aires.
Si tenemos tanto apego a las urnas, seguro que una visita más no nos hará más daño del que ya acumulamos en la política regional.