Cataluña se encuentra rota en dos mitades y cada día más radicalizada en lo político. Atrás quedaron los espacios de transacción, diálogo, vías alternativas o espacios comunes de debate. Vivimos entre el blanco y el negro, sin grises a los que asirse. El actual estado de cosas ha ido aposentándose de manera creciente en los últimos años, los mismos en los que el nacionalismo intensificó su pulso al Estado.

La demoscopia es clara: el 50,1% de los catalanes están, a unos pocos días del envite definitivo y tras los sangrientos atentados del 17-A, en posiciones favorables a la independencia. La encuesta elaborada por SocioMétrica para El Español es inequívoca, sólo el 45,7% de ciudadanos de la comunidad son contrarios --pero con matices-- a la independencia de Cataluña. El 4,2% restante a lo máximo que contribuiría aclarando su postura es a fijar un empate casi idéntico de posiciones políticas entre el electorado de la comunidad.

Ni los atentados, ni la politización y el uso torticero posterior de la manifestación contra el terrorismo, ni las mentiras del Govern, ni las llamadas a la calma desde Madrid, ni casi nada de lo acontecido en los últimos meses modifican un estado de cosas que lleva camino de perpetuarse. Es cierto que el independentismo ha sido incapaz de avanzar posiciones de manera clara, pero también que las tesis de defensa del orden emanado de la Constitución se encuentran estancadas sin progresión.

Cataluña es dual en lo político y está extremadamente radicalizada en lo social. Demagogia y populismo no son fenómenos aislados, son el modus operandi de la élite dirigente

Mariano Rajoy tiene ante sí un descomunal desafío. El independentismo se ha movido a lo largo de la historia de la democracia en una horquilla que oscilaba entre el 15% y el 25% del electorado. Hoy, fruto de cómo se han gestionado la reivindicaciones nacionalistas durante la última década y de la inacción o de la nula respuesta ante el crescendo, el cuerpo electoral es mayor y, además, vive afianzado en las instituciones hasta controlarlas y manipularlas desacomplejadamente, sin la menor vergüenza y con mínimo pudor. Incluso quienes piensan que la escalada soberanista se combate con mayor contundencia convendrán que llegan tarde y que en los momentos actuales resultan incluso más difícil de aplicar sus tesis y, sobre todo, de aceptar en clave interna y externa.

Cataluña es dual en lo político y está extremadamente radicalizada también en lo social. La demagogia y el populismo ya no son fenómenos aislados, son el modus operandi de la élite dirigente. No es lo más importante recuperar ahora el debate sobre cuáles son las razones y circunstancias que han dado lugar o desembocado en la foto fija que les proporcionamos, sino echar una mirada hacia adelante y plantearse cómo afrontar el futuro. Tras el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, el movimiento independentista constituye la mayor amenaza real para la existencia de España con su morfología actual. Desde entonces, nunca la situación política española había alcanzado tal grado de putrefacción. En los peores tiempos del llamado conflicto vasco --con las pistolas sobre la mesa política--, el potente nacionalismo de aquella comunidad quedó a distancia de lo conseguido por sus homólogos catalanes de forma más sibilina, capilar y pacífica.

El Estado no puede permitirse que el Gobierno de Carles Puigdemont y Oriol Junqueras prosiga con los planes secesionistas que han elaborado y que este próximo miércoles arrancarán. No tanto porque sean un pulso antidemocrático, una nueva deslealtad institucional y una verdadera barbaridad formal, sino porque atentan contra el sentir, como poco, de la mitad de los catalanes. Y aquí es donde se echa de menos que la respuesta del Estado, en sentido amplio, deje de ser sólo la contestación del Gobierno de Madrid. ¿Qué sugieren el PSOE de Pedro Sánchez o el Podemos de Pablo Iglesias ante el desafío soberanista? ¿Mantener un prudente paso atrás y dejar que sea Rajoy quien se queme las pestañas frente al espejo de un PP más débil que nunca por la corrupción y con menos legitimidad para plantear respuestas? ¿Aprovechar en clave electoral el asunto catalán para destronar a Rajoy y a los suyos del poder en España? ¿No sería deseable un verdadero pacto de Estado de amplio espectro que fijara el común denominador de las formaciones políticas de ámbito español ante la estructura territorial del Estado?

Para avanzar y superar esta compleja división a la que se enfrenta la sociedad catalana se hacen necesarias respuestas diversas y complejas. Ni las cloacas del Estado, ni la respuesta de la fuerza, ni el ahogo financiero, ni los cortocircuitos internacionales, ni los exabruptos puntuales, ni las amenazas legales de la Brigada Aranzadi, ni las inhabilitaciones, ni tan siquiera la prisión son por si solas o combinadas la forma más inteligente de superar el desafío y de coser los jirones sociales y políticos de una sociedad catalana quebrada en su interior. Es más, si en algo hemos de tomar una lección del nacionalismo es en cómo desde la enseñanza y la comunicación ha edificado un proyecto discursivo que con el paso de los años se ha convertido en el más presente en su entorno. El relato catalán ha sido mera pedagogía, populismo sistemático y libertador. Ha triunfado, sobre todo, por la inexistencia de un discurso y un proyecto alternativo.