En pleno aquelarre por los actos de conmemoración del aniversario del atentado terrorista del 17 de agosto de 2017, con las radios difundiendo reportajes repletos de testimonios lacrimógenos, la televisión transmitiendo los actos programados, en el epicentro de la guerra independentista de las banderas y las pancartas, en medio de todo ese magma convulso, recibo un mensaje del periodista Jesús Cacho, editor del digital Voz Pópuli, en el que entre otros comentarios se confiesa pesimista con lo que estaba viendo y acaba su razonamiento diciéndome: “España ha bajado los brazos”.

Se refiere Cacho al orteguiano “problema catalán”. De su mensaje se infiere la sensación que tienen los mejor informados de la Villa y Corte sobre el agotamiento intelectual que el debate propiciado por el soberanismo causa más allá del Ebro. Las reuniones y actividades del aniversario del 17A vuelven a mostrar una Cataluña parcial, de nuevo ocupada en su reivindicación principal durante los últimos años, preocupada por dinamitar los cimientos del Estado español como fórmula para obtener mejor posición de los intereses regionales, sean políticos, económicos o meramente identitarios.

La hipotética caída de brazos de España ante la situación catalana que esgrime el colega no es más que la sensación extendida fuera de Cataluña (y entre una parte de los catalanes no soberanistas) de que los cambios políticos en la gobernación española pueden haber carcomido la defensa de unos valores constitucionales y de unidad territorial que los intereses partidarios situarían en segundo plano. Los eslóganes y gritos de “¡Viva el Rey!” o “¡No estás solo!” que se escucharon ayer en la capital catalana dirían otra cosa (que la jefatura del Estado no está en entredicho), pero lo cierto es que la persistencia del independentismo en sus postulados, amplificados por su extensa presencia pública, generan un agotamiento en sus opositores que favorece de manera incontestable los intereses de sus promotores.

Puede que resulte muy taxativo afirmar que España ha bajado los brazos. Es más, el hastío es mayor entre la parte de la población catalana que no está (aún) contaminada de nacionalismo. Esos ciudadanos sí que han desistido de algunas heroicas resistencias (simbólicas, narrativas, lingüísticas o de otras índoles) aplastados por la solitud en la que se hallan. “La calle es de los independentistas”, clamaba ayer una ciudadana entrevistada por una televisión durante el acto central de Barcelona. Pues sí, las calles y los espacios públicos en general. Combatirlo sin apoyo es una numantina actitud que conduce irremediablemente al cansancio. La flojera y el despiste de determinada izquierda en ese contexto es aprovechada por el independentismo. Lo que Jaume Roures, Oriol Junqueras, Pablo Iglesias y el conspirador mediático Oriol Soler vieron claro el verano pasado, hace justo un año, en aquella cena en la que se fijaron algunos hitos políticos del curso que comenzaba, era la debilidad general de quienes se oponen al desbocado nacionalismo catalán. La moción de censura sobre Mariano Rajoy fue el corolario. Eso, a pesar de que Madrid siga atribuyendo el derrocamiento del PP a motivos sólo centrípetos.

Que se haya salvado el asalto independentista a los actos del 17A no es más que una pírrica victoria de la España que Pedro Sánchez o Ada Colau pueden defender. Un corto paréntesis en nombre de las víctimas. Pero que nadie se equivoque, el virus está inoculado y seguirá extendiéndose. Mientras algunos ven al país con los brazos bajos, otros vemos al independentismo con los brazos en jarra, en actitud jotera. Tomen nota, por ejemplo, de cómo el presidente de la Generalitat, Quim Torra, decía a los suyos que no aceptaría al Rey en Barcelona, que no participaría en los actos con presencia real, y, en cambio, al final, él y su séquito, estuvieron en primer plano. Hasta se atrevió a llevar a la esposa de uno de los políticos encarcelados para pasearla entre las víctimas y lograr la imagen de hipotético ridículo real.

Según se resuelva el juicio del 1-O, en función de cómo avancen las situaciones jurídico-legales abiertas, en la medida en que sigan venciendo en la batalla del relato frente la opinión pública, los independentistas pasarán otra vez de los brazos en jarra a los brazos en alto, posición tan propia del totalitarismo de todos los tiempos. Lacismo again.

Que nadie piense que la normalidad política y social está garantizada, al contrario. España no puede permitirse bajar del todo sus brazos, eso sería una derrota, como insinuaba mi colega. La actitud positiva y activa que ahora debe garantizar, sobre todo, es la de aquellos catalanes que defienden la Constitución en la plaza, estimular a los partidos de la izquierda contemplativa y pseudocómplice y a la ciudadanía desasistida por el aparataje del Estado desde tiempos inmemoriales. Y eso es algo que debe entenderse en la Villa y Corte por más pesimismo y aburrimiento que provoque hoy Cataluña. Ahí, y no en otras negociaciones o apuestas políticas, es donde radica la verdadera y efectiva solución de futuro. Aunque no sea sencillo, claro.