La exalcaldesa de Barcelona Ada Colau Europa Press
Colau: el retorno del populismo municipal
"Su regreso tras el espectáculo hilarante de la flotilla resucita la peor versión del populismo de manual: la de quien promete volver para reparar lo que ella misma destrozó"
La eventual reaparición de Ada Colau en la primera línea política no es una anécdota de otoño, sino una amenaza latente. El movimiento de Barcelona en Comú para modificar su código ético y permitirle volver a ser candidata en 2027 revela la ambición intacta de quien nunca asumió que su tiempo había terminado.
Colau no vuelve para aprender de sus errores, sino para reivindicarlos. Y eso, después de haber dejado la ciudad más sucia, más dividida y más desorientada que nunca, debería alarmar a cualquiera que todavía crea en el sentido común como base del gobierno local.
Durante ocho años, la autodenominada “alcaldesa del cambio” convirtió Barcelona en un campo de ensayo del populismo municipal. Gobernó con la épica del activismo y la torpeza del amateurismo.
Bajo su mandato, la ciudad perdió inversión, reputación y rumbo. Se deterioró la seguridad, se dispararon los precios de la vivienda, se bloqueó la colaboración con el sector privado y se sustituyó la gestión por la pancarta.
Colau se rodeó de asesores ideologizados, de técnicos dóciles y de una corte periodística de palmeros subvencionados que aplaudían sus ocurrencias mientras la ciudad se empobrecía. Nunca entendió que gobernar no era predicar. Y convirtió cada crítica en una ofensa personal, cada discrepancia en una traición al “pueblo”.
Conviene recordarlo: pese a sus actuales quejas de persecución política, la verdadera impulsora del lawfare en Barcelona fue ella. Desde su despacho de alcaldesa llevó a los tribunales a periodistas y medios que osaban cuestionar su gestión. Entre ellos, Crónica Global y Metrópoli Abierta, acusados de “falsear” informaciones que, en realidad, no hicieron más que describir su incompetencia.
Ninguna de esas causas prosperó: los jueces archivaron los procesos o los desestimaron uno tras otro. Pero eso nunca fue lo importante. Lo que buscaba era intimidar, amedrentar, crear un clima de miedo, desacreditar al mensajero.
Y mientras tanto, los barceloneses —esos mismos a los que decía defender— pagaban con dinero público el coste de sus aventuras judiciales y de su propaganda institucional. Fue su forma más clara de censura disfrazada de democracia: usar el presupuesto de todos para silenciar la crítica y blindar su vanidad.
Colau confundió la ciudad con un escenario y el Ayuntamiento con un altavoz personal. Lo que empezó como un proyecto ciudadano acabó en un régimen de lemas vacíos, burocracia ideológica y decisiones improvisadas. Barcelona se transformó en la ciudad del no, pasó de ser una metrópoli vibrante a un escaparate de frustraciones.
Y lo más preocupante es que ni siquiera parece haber aprendido nada. Su regreso tras el espectáculo hilarante de la flotilla resucita la peor versión del populismo de manual: la de quien promete volver para “reparar” lo que ella misma destrozó.
Si algo enseñó su mandato es que la retórica del bien no sustituye la competencia, ni la moral sustituye la gestión. Cada vez que Colau hablaba de “la gente”, la ciudad perdía un proyecto. Cada vez que proclamaba justicia social, los servicios públicos se resentían. Cada vez que presumía de participación, las decisiones ya estaban tomadas.
El suyo fue el gobierno de la estética moral, de la pose progresista y del paternalismo urbano. Y lo pagamos todos: en inversión perdida, en suciedad, en inseguridad y en autoestima colectiva.
Barcelona no necesita que vuelvan los profetas del eslogan ni los comisarios de la pureza ideológica. Necesita gestores, no cruzados. Necesita valentía, no victimismo. La capital catalana no puede permitirse otro ciclo de parálisis disfrazada de “ciudadanía empoderada”.
Colau ya tuvo su oportunidad, y la desperdició con una mezcla de arrogancia y frivolidad política que dejó huella. Que ahora pretenda volver no es un acto de servicio, sino un intento de resurrección personal a costa de una ciudad que ya aprendió la lección.
Barcelona no está para segundas partes ni para redenciones tardías. Está para limpiar, reparar y recuperar el pulso que le arrebató la política del gesto. Si Colau quiere volver al activismo, que lo haga. Pero que no vuelva a gobernar una ciudad que todavía paga los platos rotos de su populismo.