Me hacen mucha gracia aquellos supuestos constitucionalistas que, cuando les adviertes de los peligros del nacionalismo catalán, te responden que “el procés ha muerto”, “los indepes están acabados”, “los radicales han perdido y ya no tienen fuerza ni pueden hacer daño”, u otras simplezas similares.

Y es que, muy al contrario de lo que algunos predican, el nacionalismo catalán sigue muy activo y poderoso. La discriminación de los catalanes castellanohablantes es más intensa que nunca, y el odio contra los no independentistas se sigue sembrando fervorosamente –entre otros muchos lugares– en las escuelas y en los medios de comunicación.

Las triquiñuelas legales de los últimos meses por parte de la Generalitat para tratar de impedir a toda costa que los alumnos reciban un miserable 25% de la enseñanza en español no tiene parangón en las democracias occidentales.

Retorcer las normativas para pisotear los derechos básicos de los ciudadanos es el verdadero lawfare, y no los procesos judiciales contra los promotores del procés, como pregonan los nacionalistas.

El consejero de Educación, Josep Gonzàlez-Cambray (de la moderada ERC, no lo olvidemos), está llegando a niveles de fanatismo que, al frente de su departamento, solo alcanzó un personaje de tan funesto recuerdo para la convivencia como fue Irene Rigau, una de las políticas más ultras, desalmadas y despreciables de la Cataluña contemporánea.

Los ejemplos de que el cultivo del rencor y el resentimiento están a la orden del día en las aulas son innumerables. Hace unos días, un instituto de Santa Coloma de Gramenet encargó a alumnos de 15 años un trabajo de campo consistente en revisar las cartas de los menús de los bares y restaurantes de la zona para ver si estaban en catalán. Y, en caso negativo, “ofrecer” una traducción al dueño o al encargado del local, cuyo nombre y su respuesta debían incluirse en el informe.

El mensaje de los profesores a los niños es evidente: utilizar solo el catalán en un establecimiento abierto al público es razonable, pero usar solo el castellano es un atropello inadmisible. ¿Qué será lo próximo? ¿Señalar los bares que priorizan el español? ¿Marcarlos con un distintivo? De momento, se les sigue multando, pese a que la justicia ha dejado claro que esas sanciones son ilegales.

El nacionalismo catalán sigue insuflando veneno a raudales en la sociedad. Y la única solución es combatirlo frontalmente y sin contemplaciones. Contemporizar con los verdugos de la convivencia, minimizar sus abusos, relativizar sus agravios o poner paños calientes apelando a que ahora las calles están más calmadas que durante la época más tensa del procés y no conviene dar motivos para que vuelvan a las andadas es, simplemente, indecente.