Que el matonismo que ejerce una organización como Desokupa sea visto como la gran solución a los casos de usurpación de viviendas da idea de hasta qué punto la ciudadanía desconfía de las Administraciones. Es comprensible porque, tanto en este problema no resuelto como en otros, la gestión de nuestros gobernantes deja mucho que desear. Pero abre la puerta a una espiral muy peligrosa que invita a particulares a tomarse la justicia por su mano, con las consecuencias que ello conlleva.

Hace años lo vimos en el barrio de Sant Cosme de El Prat de Llobregat, donde se crearon patrullas urbanas para combatir el tráfico de drogas. La iniciativa se saldó con la intimidación y, en algunos casos, agresión a pequeños toxicómanos. Las mafias siguieron campando a sus anchas.

La nueva ley de vivienda impulsada por el Gobierno español nace con muchas reservas por parte del sector inmobiliario y, sobre todo, con un gran escepticismo de la ciudadanía. Aunque parezca increíble, es la primera gran ley que regula un ámbito en el que se necesitan más consensos y menos apriorismos. Y, sobre todo, menos demagogia y cortoplacismo. El tiempo dirá si ha sido efectiva para garantizar el derecho a la vivienda o, si, como algunos vaticinan, se enroca el problema de la okupación.

De momento, los allanamientos en Cataluña siguen aumentado de forma galopante y la empresa Desokupa ha visto una oportunidad de negocio. Y de ser cierto que la extrema derecha está detrás, también una forma de medrar políticamente. ¿A qué viene su irrupción en las casas okupadas de la Bonanova? ¿Alguien les ha contratado? ¿Propaganda (electoral) gratuita?

Por eso es tan importante el resultado de las elecciones municipales del 28M. Barcelona no es una ciudad sin ley, pero puede serlo si la cultura de la amenaza y la intimidación se imponen como formas de supervivencia por parte de quienes tienen recursos para pagarse un servicio de desalojo o de seguridad privada. Durante las jornadas Desperta BCN! organizadas por Crónica Global, Metropoli y El Español, se habló de la importancia de abordar con realismo cuestiones como la delincuencia y las okupaciones. Precisamente para que no se imponga la bravuconería de quienes prometen soluciones fáciles a problemas complejos. Y sobre todo, para que la desafección ciudadana hacia nuestros políticos no se convierta en un cisma donde los extremismos hagan fortuna. Está en juego el Estado del bienestar y, lo que es más, la democracia.

Está claro que las Administraciones catalanas no lo están poniendo fácil. El descontrol en la convocatoria de las oposiciones públicas se une a otros sonoros fracasos del Gobierno de Pere Aragonès en materia de gestión. Marta Martorell, destituida como directora general de Función Pública, se ha convertido en el chivo expiatorio, ya que solo llevaba tres meses en el cargo y ni siquiera fue la responsable del contrato con la empresa encargada del proceso selectivo. La crisis, que no está cerrada, se une a la de la sequía. En esta misma columna ya nos referimos a la inacción del Govern durante 10 años y a la falta de ejecución de las inversiones de la Agencia Catalana del Agua (ACA).

Los dejes procesistas de Aragonès le inducen a echar la culpa de todo al Estado. Porque siempre hay un enemigo exterior al que responsabilizar de las propias deficiencias. Lo demostró ayer el consejero de Interior, Joan Ignasi Elena, cuando culpó al diputado de PSC-Units Ramon Espadaler de la falta de recursos de los Bomberos de la Generalitat. Espadaler fue consejero en ese mismo departamento hace ocho años. Lo que no explicó Elena es que Espadaler ejecutó el presupuesto pactado con ERC.

Lo que tampoco aclara el actual conseller es su empeño en gestionar las políticas de seguridad al dictado de la CUP, que ya no es aliado de Esquerra. Aragonès se liberó de sus compromisos de investidura con los antisistema cuando estos rechazaron apoyar sus presupuestos. Son los socialistas quienes han permitido al president aprobar las cuentas de 2023. Pero Elena, que junto a otros díscolos abandonó el PSC en los albores del procés, atribuye las críticas de la oposición a “la manía que le tiene Salvador Illa”.

Una reacción infantil y preocupante, la del máximo jefe de los Mossos d’Esquadra, que como todo cuerpo policial necesita un apoyo absoluto, sin fisuras, por parte de sus responsables. Pero los mossos están en permanente sospecha. También en los casos de desalojos de okupas y control del activismo independentista más violento. La actitud de ERC y los comunes que lidera Ada Colau –por no hablar de la CUP-- es, en ese sentido, muy parecida. Cuestionar la autoridad policial da alas a que aparezcan fenómenos como el de Desokupa. Y da miedo.